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Carta del Editor

La España, y la Melilla, que siguen valiendo tanta pena

Continúa avergonzándonos la tragicomedia de Cataluña, su Parlamento, el tipejo bruselés, la atención desmesurada de gran parte de la prensa sobre las andanzas del “tocomocho” separatista, la confirmación del error de haber convocado las elecciones catalanas tan pronto y en tan malas condiciones. Vuelve a ser de actualidad lo que escribió hace cuarenta años Jiménez Losantos: “Si perdemos el sentido de la libertad, que es la raíz de la ciudadanía, nuestra herencia cultural, que constituye nuestra mayor fortuna, queda privada de su valor, de la condición ética que merece la subsistencia de toda cultura y de toda nación… Continúa avergonzándonos la tragicomedia de Cataluña, su Parlamento, el tipejo bruselés, la atención desmesurada de gran parte de la prensa sobre las andanzas del “tocomocho” separatista, la confirmación del error de haber convocado las elecciones catalanas tan pronto y en tan malas condiciones. Vuelve a ser de actualidad lo que escribió hace cuarenta años Jiménez Losantos: “Si perdemos el sentido de la libertad, que es la raíz de la ciudadanía, nuestra herencia cultural, que constituye nuestra mayor fortuna, queda privada de su valor, de la condición ética que merece la subsistencia de toda cultura y de toda nación… Nadie guarda un recuerdo preciso del Estado o de los diversos estados de Grecia antes de Cristo, pero nada sería nuestra civilización sin su filosofía, su ciencia, su literatura o su arte… pues bien, entre las grandes creaciones políticas y culturales del mundo, España ocupa un lugar también imborrable…El inglés de Shakespeare es algo más que un idioma, y lo mismo el español de Cervantes” (Federico Jiménez Losantos en su libro Lo que queda de España, publicado en 1979, reeditado en 1995). Un libro que termina, hermosamente, con una referencia al gran retrato de Jovellanos pintado por Goya: “En la imagen doliente del intelectual derrotado, Goya nos supo transmitir la dignidad en la injusticia, la inteligencia viva, el valor de una vida entregada noble, esclarecidamente. El ejemplo, en fin, de la España ejemplar, la que sigue valiendo tanta pena”.

En todo el libro de Jiménez Losantos rezumaba, ya a finales del siglo pasado, la preocupación por el nacionalismo, por “los separatismos antiespañoles”, que ponen en grave peligro “el precario equilibrio entre unidad y libertad establecido por la Constitución de 1978”, un equilibrio que sirvió para cancelar la Guerra Civil, “para forjar un Estado descentralizado, pero organizado, donde los poderes regionales no supongan menoscabo de los derechos ciudadanos por razón de lengua u origen geográfico y social”.

Sobre lo del guerracivilismo conviene recordar que Franco murió en 1975, hace ya 43 años, más de una generación. Pero, para buena parte de la progresía española, como indicaba Jiménez Losantos, ni se ha caído el Muro ni se ha muerto Franco y sigue pensando en clave “antifascista, en verdad procomunista y antifranquista, en realidad guerracivilista”. Siguen olvidando eso que definía Azaña como la “universalidad del nombre de España”, la evidencia de una historia de donde destila nuestro ser cultural, que “reside en las artes, no en obras políticas, en que el Museo del Prado es más importante que la República y la Monarquía juntas”, según Azaña. Siguen olvidando lo que ocurría y se pensaba poco antes de abril de 1936, que no iba a pasar nada, olvidando que “nunca pada nada, hasta que pasa”. Y pasó y llegó la terrible Guerra Civil.

Llamo, después de muchos años, a un genio, catalán, un buen amigo eterno aunque a distancia, Joaquín Lorente. Lógico, y esperable, que a un genio como Joaquín le parezca genial la idea de Tabarnia, presidida -en el eter- por otro genio, Albert Boadella. Leo que, a propósito de la controversia suicida y cainita que se vive y padece hoy en Cataluña, de la contraposición Tabarnia-Tractoria o la contraposición ciudad-campo, retoman actualidad unas palabras de Sócrates: “Los campos y los árboles nada me enseñan; sólo en la ciudad puedo sacar partido del roce con los demás hombres”. Joaquín Lorente, ha sabido sacar provecho inteligente de ese roce con los demás hombres, ha sido un mago de la comunicación humana. De él recuerdo, entre otras muchas cosas, nuestra visita en Nueva York a una de las grandes agencias publicitarias del mundo y cómo, sin hablar prácticamente ni una palabra de inglés, consiguió no sólo comunicarse, sino maravillar a gurús de la publicidad mundial. Joaquín es uno más de los horrorizados, sin rendirse -como siempre, como cuando conseguimos cambiar Osborne- ante la actual situación catalana. Una situación suicida que tiene que cambiar, evidentemente.

El cambio, el cambio es imprescindible, el establisment, lo establecido, es finito, por la propia naturaleza de las cosas y de la era actual. El establisment de Melilla, ¿cuál es? El establishment de Melilla hoy (no del diario MELILLA HOY) se puede definir con el nombre de un amigo mío: Juan José Imbroda. La historia melillense que ha llevado a esta situación -que un día escribiré- es larga, accidentada, sorpresiva, apasionante, pero el hecho final, creo, es el que acabo de escribir y ahora repito: Juan José Imbroda es, en el imaginario popular local, el establisment actual de Melilla, y eso es especialmente importante en el caso melillense, si se tiene en cuenta que, efectivamente, el Estado puede llegar a ser tan grande que, en vez de proteger al individuo (cuyos derechos son sagrados, por encima de cualquier consideración colectivista) lo ahogue. Y “ése es el mal más frecuente en España y en la América hispana” (Jiménez Losantos), pero está muy especial y acusadamente presente en Melilla, donde lo público, en sus diferentes aspectos y manifestaciones, es casi todo y el ahogo de la libertad y la iniciativa individuales casi absoluto. Una época -con más claros que oscuros a la hora de hacer un balance sensato- ha terminado en nuestra ciudad, tan diferente hoy a lo que fue ayer. No querer verlo es hacer como el avestruz, creer que lo que no se ve, porque no se quiere mirar, no existe.

El cambio, en Melilla, se ha de producir y nuestra misión, ética y práctica, es contribuir a que sea en la dirección de mejorar una ciudad con tantas posibilidades de desarrollo como la nuestra, junto con su entorno marroquí. El objetivo de lograr que los melillenses tengamos confianza de nuestro futuro, con la libertad (individual) como horizonte político y proyecto colectivo, es factible en esta maravillosa ciudad laboratorio que es Melilla, por la que sigue valiendo tanta pena luchar.

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Enrique Bohórquez López-Dóriga

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