Están ahí. Junto a los contenedores o formando parte de ellos. Son una especie de artesanos oscuros, que en plena claridad del día transforman lo que desechamos como inservible en utilidad. Los contenedores. Algo tienen de supermercado al aire libre, que recoge gran parte del otro bajo techo.
Una sucursal de la basura, originada por la publicidad, el consumo y el comercio. Nada se crea ni nada se destruye. Todo es una hermosa transformación vital y conmovedora. Los buscadores, son como vigilantes silenciosos y mal olientes que parecen decirnos sin palabras, que tiramos más que recogemos y derrochamos más que necesitamos. Ellos, encuentran en nuestras bolsas de basura, alimentos, vestidos, incluso ilusiones.
Hasta cierto punto, en lugar de molestarnos, debemos sentirnos agradecidos que hagan de nuestro despojos una nueva utilidad. Son, a pesar de su olor, como una extraña primavera que resucitan y florecen de nuevo, todo aquello que nosotros solemos enterrar en nuestro invierno solitario de frialdad egoísta y apetitos insaciables.
Antes de que nuestros restos lleguen a su destrucción final, pasan ellos, como raros ángeles sin alas, para salvar y vivificar de nuevo, todo cuanto pueda haber quedado de utilidad en nuestros restos, aunque nosotros no lo sepamos, deslumbrados como estamos por lo excesivo y lo consumible.
Una especie de resurrección, que tal vez, tenga que ver algo con lo que todos esperámos, aunque no hagamos otra cosa que derrochar por conseguirla, sin preguntarnos siquiera, qué debemos, y qué nos queda como capacidad reintegradora a la vida. Nos vamos al contenedor de la tumba, envueltos en la muerte, pero no totalmente inservibles, a la espera de que alguien o algo, nos valore eso que nosotros ignoramos y surja de nuevo la vida en su principio, de aquello que nos fue dictaminado como final.
