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Carta del Editor

Sobre Sanjurjo, Azaña y la memoria histórica

En el centro de la imagen, el general Sanjurjo, ex comandante general de Melilla en 1921 tras su victoriosa participación en la guerra del Rif

Más paz, piedad y perdón y menos memoria histórico-partidista sería muy recomendable para nuestro buen futuro español, el de nuestra patria eterna, como dijo Azaña. Lo necesitamos mucho, muy especialmente en estos tiempos tan convulsos.

Tengo una buena relación personal con Enrique Delgado y Toni Roderic. El lunes publicamos en este periódico dos artículos de opinión suyos sobre el general Sanjurjo, cuyo cadáver fue exhumado en Pamplona por el gobierno de allí, de Bildu, y enterrado después en Melilla, donde fue comandante general y nos salvó, a los melillenses, de algún asedio. No soy un experto sobre José Sanjurjo. Sé de él lo que casi todo el mundo sabe, que murió, o fue asesinado, muy pronto, casi antes de empezar la guerra y que, por lo tanto, no tuvo ocasión de ser sanguinario. Pero sí sé más sobre nuestra terrible Guerra Civil, su origen -que se remonta al año 1934- y sus consecuencias. Sé de eso bastante más de lo que la mayoría conoce. Sé, como decía Gerald Brenan en su libro El laberinto español, que "lo único que retrasó el estallido de la guerra civil fue que ninguno de los partidos se sintió con la suficiente fuerza para iniciarla". Sé quienes ganaron la guerra y quienes la perdieron, y también sé que los que más perdieron fueron los españoles en su conjunto, aparte del millón de muertos. Por eso creo que la ley de la memoria histórica -aplicada a unos y negada a otros- fue un inmenso error, uno más del nefasto presidente del Gobierno que fuera José Luis Rodríguez Zapatero.

Soy consciente, y creo que deberíamos serlo todos o al menos casi todos, de que, además de que es aconsejable y estética, cultural y socialmente deseable dejar a los muertos descansar en paz en sus tumbas, es sumamente peligroso y nocivo volver una y otra vez, en cualquier sentido, sobre la responsabilidades en la Guerra Civil y a sus más o menos presuntos (y al parecer eternos) agravios históricos. El que fuera presidente de la II República, Manuel Azaña, hizo el 18 de julio de 1938, dos años después del comienzo de la Guerra Civil y cuando ya la tenían casi perdida, quizás el mejor de sus discursos, en el Ayuntamiento de Barcelona. Recomendaba Azaña que "cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones…los españoles piensen en los muertos, que escuchen su lección…y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya sin odio, sin rencor, nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad y perdón".

Más paz, piedad y perdón y menos memoria histórico-partidista sería muy recomendable para nuestro buen futuro español, el de nuestra patria eterna, como dijo Azaña. Lo necesitamos mucho, muy especialmente en estos tiempos tan convulsos.

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