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El rincón de Aranda

Un barreño y una tina en mi patio junto al Don Pedro

Ayer me envió un amigo la foto de un rollizo niño, muy repantigado en el agua en un antiguo barreño de zinc, con la leyenda: “A quien no lo hayan bañado en uno como este, no ha tenido infancia”. Yo debo decir que a mí me bañaron en uno igual, y también en una gran tina que usaba mi madre para lavar, con una tabla de madera rallada, que le fabricó mi padre, en el patio de mi casa junto a un don pedro de flores amarillas. Así que, por lo que me toca, sí que tuve infancia, y muy bonita, por cierto. Recuerdo que la mayoría de las veces, quien me bañaba era mi hermana, la mayor de los cuatro, pegándome unos restregones en las rodillas que, junto con los churretes, también me quitaba las postillas de las “mataúras” que solía hacerme jugando con los chaveas del barrio. No se lo van a creer, pero yo me dejaba hacer sin apenas protestar, porque sabía que si me hacía daño, ella lo sentía también. Ahora en el otoño de nuestras vidas, aún le asoma un luminoso rayo de luz regañón, como cuando era un chaveilla, sin importarle un pimiento que ambos somos abuelos. Entonces no había tantos coches, quizás el camión de las gaseosas de Weil, un Fiat antiguo de un vecino con “mumalafollá”, una preciosa moto NSU roja, alemana, del novio de una vecina, y cómo no: la gran regadera de mi padre, que apenas pasaba por la casa del cura, al final de Padre Lerchundy, y enfilaba los eucaliptos hacia la calle Castellón, la dejaba aparcada en el Callejón del Aceitero. En verano, y con las vacaciones escolares, para mí era una gozada. Imagínense un chaveorri de apenas diez años, manejando una corta manguera y llenando cubos, garrafas, barreños, y bañando a todo el que se acercaba. Entonces muy pocos hogares disponían de agua corriente, y había que acarrearla desde la fuente del Cementerio; y mi padre, mientras almorzaba, permitía que los vecinos dispusieran del agua que necesitasen. Además se paraba en la puerta de la tienda-taberna de Garrampín, para que los vecinos de esa parte de la calle, también dispusieran de agua.

En la calle Duque de la Torre, actual Teruel, había una miga, que hoy llaman guardería; denominación que no comparto, porque a los niños no se les guarda en un almacén como si fuesen objetos, que para mayor ridiculez, o absurdo snobismo, ahora le dicen: “guarde”. ¡Qué pamplina! Bueno pues esa miga era regentada por una amable y cariñosa señora, que se llamaba Dª Nieves. Entonces algunos niños o niñas, debíamos llevar una banquetita, porque la maestra solo tenía las justas para sus habituales, y aunque yo era de los habituales, tenía una que me la hizo mi padre.

Dª Nieves abría la puerta a las 9 de la mañana, y mi madre ya me tenía recién lavado, peinado, y con el clásico baberito que me hizo ella, oliendo a manzana, esperando para entrar. Las 3 “gordas del caballero con la lanza” de cuando Franco, que cobraba al día, solía llevarlas en el bolsillo del baberito, para entregárselas a la maestra, nada más verla en la puerta. A las 12 en punto del medio día, al escuchar el clásico cañonazo que disparaban desde la Batería de Costas, en Ataque Seco, cada uno cogíamos nuestra banqueta, y como si huyéramos del diablo, salíamos pitando, como las cucarachas al encenderse una luz, hacia nuestra casa. Mi madre siempre me esperaba, sentada en su silla de anea, detrás de la puerta, para abrazarme y darme cuatro besos gordos.

Varias décadas después, me permití escribir un poema-epigrama, breve y
cachondo: “ En la calle Duque había/ una escuela-miga, y cada niño/ llevaba, tres gordas y su banqueta./ Aunque algunos debían llevar/ desabrochada la bragueta./ Sus madres sabían/ que no retenían la cagaleta”.

Y sobre ese cañonazo de las 12, y su estopa voladora, era la señal infantil en el estío, de nuestros juegos en la calle Castellón y Ataque Seco. Todos solíamos pegarnos a la alambrada, asombrados y medio acojonados, y correr al oír su bramido, para recoger la estopa (estropajo), que nuestras madres usaban para fregar los cacharros de la cocina.

Años después, algunas tardes solíamos trasladarnos a algunos rincones de las murallas del Pueblo para observar, como me dijo un buen amigo, los “empujes y cañoneos” que, ardientes de amor, practicaban algunas parejas. Pero eso es otra historia.

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