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El rincón de Aranda

Melilla en el recuerdo

Melilla, ciudad de aromas marineros, que entreteje una alegría florida que mana de sus parques con fragantes herencias de amor patrio; es la que me llevé en la maleta de mi alma, junto a la peculiar idiosincrasia de su gente sana, como un áncora anclado en el recuerdo, para no salir jamás. Ella me dio la impronta y me transfirió la autoestima de su bello y singular crisol peninsular, crisol indeleble sellado por el paso de las tropas durante más de cinco siglos; y todo ello a pesar del pulular de compatriotas “descafeinados”, aún sigue manteniendo su cervantina españolidad, como cualquiera otra ciudad del Estado.
Su cielo azul enterizo derramado como cascada luminosa, solo las gaviotas, hermanas de las nubes de algodón, lo empañan con sus insultantes graznidos. Málaga, su hermana mayor, ciudad amable, de clima inocente, con su sempiterno sol, hace varias décadas, me recibió como a uno más de sus hijos; aunque yo creo, con falso egoísmo, que es debido a que soy biznieto, nieto, hijo, padre y abuelo de malacitanos, y algo de su idiosincrasia correrá por mis venas.

A veces mi imaginación vuela como las golondrinas, las que discuten desaforadamente junto a los estorninos, en Rostro Gordo, hacia qué parque deben dirigirse cada mañana, si al Hernández o al Lobera, para acompañar con sus trinos los aromas de sus árboles y parterres; otras desean volar hacia los acantilados de Trápana y la playita de los Galápagos, antiguamente de los Viejos, bajo la Muralla Real.

Acostumbrada a los besos azules de las olas de su mar, el más azul de todos, en San Lorenzo y Cárabos, lanza con su espuma la música marina de amor, a su madre en la otra orilla peninsular, la que siempre se oye en sus playas y acantilados. Otras veces me hace ser un niño invisible, sin que nadie me pueda observar, mientras deambulo por sus calles en los 50, como las de una capital de provincia, llenas de gente, y de “militares sin graduación”.

Cuando las palabras que salen de mi ordenador son inventadas por las flores, por las nubes y la lluvia, procuro que sean dulces y blandas, como el antiguo merengue de la Confitería “La Mahonesa”; otras me salen lisas y cuadrilongas como las fichas de dominó, y el mármol de las mesas, recordando a mi padre, invitándome a un café con leche en “El Montañés”. A veces me parece soñar en el vientre amniótico de mi madre, pareciéndome que es real; veo el rostro de mi padre que desde La Purísima me sonríe junto a ella. Entonces me aferro a Albinoni con su “Adagio en sol menor”, y virtualmente viajo a Melilla para darme un nuevo baño de nuestro genio español, y recibir el frescor y la suavidad de sus gentes, en armonía con sus calles limpias, como bucear en un mar tranquilo sin apenas olas. Es como conectar la sensibilidad de la memoria lejana y cercana, para dar sustancia a lo que en la actualidad puedo observar.

Melilla existe de verdad, le decía a un amigo, aunque una vez fué “La Hija de Marte”, aunque usted nunca hable de ella, aunque no la vea en muchos mapas nacionales que explican estadísticas de todo tipo. Pero si hace un esfuerzo y busca en la Wikipedia, verá que su censo es superior a las ochenta mil almas, con sus correspondientes corazones.

Fíjese que hasta tiene bandera propia, aunque no pueda rivalizar con otras como instrumento agitador de pasiones nacionales; la mía no sirve para dar banderazos, porque respeta y adora la que nos representa a todos. Tejida con los nombres del viejo, y barbacano, Rusadir, de las Cabrerizas Altas y Bajas, de la fortaleza-prisión de Rostro Gordo, del Gurugú, que ahí sigue orgulloso y vigilante, insultando al tiempo con su esplendor de antaño y su ruinoso castillo, como monumento funerario a los caídos en sus laderas y barrancos, como el de “El Lobo”, en 1909, de significado profundo donde solamente salen a la luz el recuerdo del chulesco paseo, que antaño el hijo de Júpiter, amante de Venus, hizo por sus calles.

Pintada con amor por las mejores manos de gloria de tantos Héroes, que nada pidieron, ni recibieron a cambio, solo la esperanza de ver lo que es hoy en día, una ciudad luminosa que piensa y canta en la lengua cervantina, castellana y española por excelencia. Héroes que a veces caen en el anonimato trágico con sus nombres borrosos, que nadie conoce, esculpidos en viejas losas rotas de un patio en La Purísima, donde de vez en cuando alguna caritativa alma deposita flores en tarros de cristal y lata que el sol, más tarde, abrasa sin piedad. Hay veces que los hilos de humo amoroso que le cantan sus juglares son deslucidos con los recuerdos de batallas inútiles ensombrecidos y enterrados por canciones de combates inolvidables.

Entonces su coqueta Avenida se dejaba vigilar, frente a frente, por la Plaza de España, y la del gran Héroe de Igueriben, Comandante Benítez, abrazada por sus adyacentes calles sin esquinas.

Con sus parques pulmonares que la oxigenan y sus claros pensiles llenos de flores de luz, con las rosas llorando por sus pétalos caídos al viento y los claveles con estribillos de arco iris rientes y burlones al estar ahítos de agua estrellada en los surcos que los alimentan. Recibiendo por las blancas azoteas de sus barrios el limpio aliento de brisa del pinar de Rostro Gordo. Otras veces el Oro, aprendiz de río, con sus ranas y sapos, cuando pasa por el Tesorillo con aguas del Nano y de Tigorfaten, llorando a lágrima viva, son torrentes aciagos que se desbordan por sus calles, que antes fueron suyas. Eso es cuando pintan el aire de violentos juegos de luz llamando al trueno, que asusta, por sus fronterizos y abanicados arrabales, de calles a cordel tiradas. El misterio y la sensación sublime que sentimos, con la armonía que el corazón hace entrega sin pedir nada a cambio, como es tener los ojos de engañosa y melancólica expresión, oímos con nitidez la música en nuestras almas, como el viento de nuestra niñez, que vuela por las calles que corríamos de niños: es lo que todos conocemos como el Amor.

Cuando yo era apenas un crío de edad lejana, y algún mayor me preguntaba qué deseaba ser cuando fuera grande, le respondía siempre que quería ser siempre niño, que para mayores estaban mis padres, o él mismo, como imprudente y curioso preguntón.

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