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Carta del Editor

Simular cambios, para que nada cambie

Una de las historias más curiosas de la literatura fue la de la espléndida novela “El Gatopardo”, de Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, quien escribió ese su único libro con más de 60 años, murió al poco de su conclusión y no pudo verlo publicado ni disfrutar de su éxito. Fue una obra madurada durante toda una vida, que transcurre en la época de la unificación de Italia, en plena decadencia de la alta aristocracia rural de Sicilia. La frase más conocida del libro: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”, o la intención -en este caso de la aristocracia siciliana- de aceptar la revolución unificadora italiana para conservar su influencia y poder. El “gatopardismo” significa, en política, el “cambiar todo, para que nada cambie”, o cambiar la parte superficial de las estructuras de poder, conservando intencionadamente el elemento esencial de esas estructuras. O sea, lo que muchos políticos hacen, algunos incluso sin simular una intención de cambio.

Una de las historias más curiosas de la literatura fue la de la espléndida novela “El Gatopardo”, de Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, quien escribió ese su único libro con más de 60 años, murió al poco de su conclusión y no pudo verlo publicado ni disfrutar de su éxito. Fue una obra madurada durante toda una vida, que transcurre en la época de la unificación de Italia, en plena decadencia de la alta aristocracia rural de Sicilia. La frase más conocida del libro: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”, o la intención -en este caso de la aristocracia siciliana- de aceptar la revolución unificadora italiana para conservar su influencia y poder. El “gatopardismo” significa, en política, el “cambiar todo, para que nada cambie”, o cambiar la parte superficial de las estructuras de poder, conservando intencionadamente el elemento esencial de esas estructuras. O sea, lo que muchos políticos hacen, algunos incluso sin simular una intención de cambio.

Vísperas de la manifestación del martes. Una parte importante de la población melillense está indignada, eso es evidente y sólo no lo ve el que no quiere ver. Quizás por muchas cosas, por cierto gatopardismo larvado y largamente aplicado. Quizás, y también, porque es posible que haya intereses marroquíes que palpan la debilidad de los gobiernos del PP en Melilla y Ceuta y alientan un cambio político de signo más próximo en las dos ciudadades. A lo peor porque en Melilla ha ocurrido lo que contaba Gabriel García Márquez en su “Cien años de soledad”, cuando aparece en Macondo, un pueblo aislado y muy particular, un corregidor enviado por el gobierno. “En este pueblo no necesitamos ningún corregidor, porque aquí no hay nada que corregir”, le dice José Arcadio Buendía, el hombre más respetado de Macondo. Es posible que en Melilla algunos hayan pretendido corregir lo que no necesitaba corrección o hacer desaparecer algo sin tener preparado nada que pudiera sustituirlo.

Una manifestación, en sí misma, no es nada del otro mundo en una democracia, es un derecho más. Pero los antecedentes de la manifestación del próximo martes permiten deducir que es más que una nueva reivindicación como tantas otras, como la de jueces y fiscales, por ejemplo. Es una ruptura con un pasado que, como tantos otros en estos tiempos de cambio imparable, no volverá. Una ruptura que se podía haber evitado, pero que no se ha hecho por una serie de empecinamientos innecesarios, como el de empeñarse en que la Confederación de Empresarios de Melilla representa, hoy, a “todos” los empresarios de la ciudad, algo que formalmente puede ser cierto pero que en la realidad es absolutamente falso y debería ser, por su evidencia, absolutamente conocido, como realmente lo es. Mezclar religión y política -se ha dicho muchas veces- es muy malo. Convertir un partido político en una especie de religión, en una secta, es lo mismo de malo que lo anterior, es incurrir en el mismo mal.

España está pasando por una situación muy peligrosa. Lo de los separatistas catalanes y el “catanazi” Torra es ya absolutamente indignante. Lo que los catalanes que se sienten también españoles están sufriendo en Cataluña clamaba al cielo desde hace bastantes años, pero ahora ya es demasiado indignante y denigrante, para ellos y para el resto de los españoles, podemitas cómplices de los separatistas nazis excluidos. Lo que pasa en Melilla, sin ser tan grave, es muy, muy preocupante. El oprobio que muchos melillenses, especialmente empresarios locales, sufren por parte de ciertos consejeros políticos y determinados empleados públicos es denigrante y el daño, económico y social, que tales actitudes prepotentes y obstaculizantes causa a toda la ciudad es inmenso. El desprecio a las iniciativas individuales es el final económico, político y social de cualquier sociedad, y la melillense se encuentra ahora próxima a esa situación. Lo cómodo es mirar hacia otro lado y hacer como que no pasa nada, que todo va muy bien, pero eso no es cierto, ni justo, ni eficaz, ni mantenible.

A pesar de todo, no quiero terminar esta Carta con un mensaje negativo. España tiene una enorme capacidad de recuperación y mejora, como la historia nos demuestra y, a pesar de muchos políticos (no de todos), Melilla también lo tiene. Pero en ambos casos, y muy concretamente en nuestra ciudad, es indispensable que se de fin al predominio de la política del subsidio, a la dependencia excesiva de lo público, que es un atentado contra la libertad, un instrumento de dominación y una trampa mortal para el futuro. También es necesario que nosotros, los ciudadanos (“We the people”, como dice el Preámbulo de la Constitución norteamericana para definir dónde reside la soberanía) no nos rindamos, porque nuestra independencia individual, nuestra libertad, es el único resorte que conduce al progreso.

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Enrique Bohórquez López-Dóriga

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