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El rincón de Aranda

Camino de la posta, entre las rosas, en los jardines de la “Manquita”

A principio de los 70 del siglo pasado, vestido de Cartero, andaba yo por la calle del Cister, en Málaga, bordeando los jardines de la Catedral hacia el antiguo edificio de Correos, en el Parque, cuando un joven enlutado, me abordó con una pregunta que siempre la recuerdo, por lo impronta y sorprendente que me pareció: “Señor cartero, -me dijo-, sería usted tan amable de decirle a esa triste rosa que sonría, por favor”. Se refería a los rosales que existían en los jardines, que junto a esa puerta lateral de la Catedral, siempre floridos, imponiéndose entre todas, unas rosas que nadie se atrevía a cortar. El joven, con edad cercana a la mia, tenía una corta melena negra, y barba muy poblada, que para aquéllos años, finales del franquismo, solo eran los llamados “progres” quienes las llevaban. El joven vestía un traje negro, con capa española, pajarita roja, y tocado con la típica chapela vasca, que él decía que era una bilbaína sin rabo. Al principio creí que algo no le funcionaba debajo de esa gran boina, pero al entregarme una cuartilla emborronada sin pedirme nada a cambio, mi sentimiento más humano se estremeció cuando me abrió lo más íntimo de su corazón, como fue el secreto escondido en su mente virgen y juvenil, con exquisito recogimiento, al leer: “¡Quién me diese alas como de paloma, para volar al seno de la que ama mi alma”. Desde ese día, cada mañana, me esperaba apoyado en las pequeñas columnas de viejo mármol, pegadas a grandes cadenas de hierro, con eslabones cuadrados, junto al jardín para tras el saludo, leerme uno de sus poemas, que yo egoístamente le pedía que me los firmase: “Hoy aquélla rosa, tan lejana, está disgustada porque no la he acariciado”, me decía de vez en cuando.

Aquél joven poeta con chapela y capa española, enlazaba la prosa y la poesía con sus ensueños de orate bueno, como los que poseen un mundo privado, en una perfecta armonía. Él tenía todo lo que un poeta debe tener: una gran multitud de colores resplandecientes en su joven alma.
“La Manquita”, la catedral malacitana, llamada así por los malagueños, porque solo tiene una torre, y su jardín de la calle del Cister, sus rosas dejaron de saludar a aquél joven que decía que la tristeza era un muro entre dos pensiles. Yo creo que su muro era el de su mente limpia e inmaculada, junto a las flores que nos sonreían cada mañana.

Años después cuando se convirtió en adulto, en mis periódicas visitas a los enfermos del Sanatorio de San José, volví a saludarlo, por ser un asiduo residente. Ya no me reconocía, pero al recordarle las rosas de los jardines de la “Manquita”, y los poemas que leía junto a un joven cartero, en la calle del Cister, mis manos sentían un suave apretón, iluminándose su rostro con la bondad que lo hacía en aquéllos años.

Sirva este escrito en memoria de aquél joven poeta de capa y chapela, que seguramente, en el lugar donde se encuentre, le estará leyendo sus bellos poemas al Ser que decía amar.

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