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Atril ciudadano

A todos nos es dada una sola vida, sin derecho a prórroga. Cuidémosla, la de todos

Vivíamos con normalidad, impasibles. Las –mal entendidas– sociedades avanzadas nos convencimos de nuestra supuesta inmunidad ante cualquier mal. “El ser humano, la más perfecta de todas las creaciones del Universo”, decíamos –ingenuos–. No era verdad. Nada de lo que nos habían dicho; nada de lo que habíamos contado. Nada era verdad. Todo era un relato ficticio de lo que queríamos que fuese, pero nada tenía que ver con lo que realmente era. El ser humano ha sido, es y será tan vulnerable como cualquier otra creación de la naturaleza. No somos inmunes a nada, mucho menos al dolor y a sus desgracias. Solo somos tiempo que se consume demasiado rápido. Y, aun así, fieles a la mayor de nuestras mentiras –el despreciable ego humano–, durante todo este tiempo nos hemos esforzado por conseguir lo imposible: convencernos de nuestra superioridad como seres extraordinarios. Y claro está que, para conseguirlo, poco nos han importado las crueles guerras en Oriente, las pandemias y el hambre de África e incluso las necesidades de quienes estaban a nuestro alrededor más próximo (los menos agraciados de nuestras sociedades “avanzadas” –les llaman “colectivos en riesgo de exclusión”; son seres humanos con necesidades básicas–). Todo eso no nos preocupaba porque esos males no se contagiaban, las sociedades avanzadas estábamos a salvo de aquellas desgracias porque no nos podían golpear directamente (la caja tonta de nuestros hogares nos había dado la terrible posibilidad de ver desgracias ajenas a través de la pantalla sin tener que padecerlas ni sentirlas –es la alexitimia del siglo XXI–).

Ingenuos, ese es nuestro deshonroso apodo. Creímos haber conseguido desafiar a la naturaleza y a la más elemental de las probabilidades. Orgullosos de nuestras hazañas; dueños y señores del destino. Teníamos que celebrarlo. Las luces de nuestros salones estaban encendidas a plena luz del día, nuestros vasos y platos estaban llenos en nuestros comedores pero no teníamos sed ni hambre, y la música sonaba por todos los rincones de nuestras cómodas habitaciones. Todo era perfecto. Nada nos preocupaba. Pero entonces, de pronto, el guion introdujo unos macabros cambios improvisados que pretendían alterar el curso normal de nuestras vidas sin previo aviso: surgió un mal global que, de forma indiscriminada, nos afectaba a todos por igual. Un ataque a la humanidad en el que no se distinguían nacionalidades, ni clases sociales, ni religiones, ni opiniones políticas, ni creencias, ni dogmas. Nada. El COVID-19 surgió sin remedio y desde entonces la sombra de su amenaza se ha instalado sobre todos nosotros. De pronto, la luz que nos daba paz se apagó frente a una inmensa oscuridad. La amenaza que el virus porta consigo ha venido a poner en riesgo el activo más valioso de la humanidad: la vida. La vida de todos, sin excepción alguna. La vida de recién nacidos, de jóvenes y de mayores. La vida de seres humanos de cualquier parte del mundo. El virus pone en riesgo nuestro bien común más preciado. La existencia terrenal.

Dicen que no existe fuerza más poderosa que el amor. Por su simple inercia, sin esfuerzo, el mundo se mueve. Y que verdad tan incuestionable es esa. Cuando más lo necesitábamos, cuando más nos necesitábamos, hemos conseguido desprendernos de todas las mentiras que nos cegaban, y, por primera vez en muchísimo tiempo, hemos empezado a actuar como si todos fuésemos uno solo. El amor del colectivo para proteger al individuo. El amor de todos para protegernos los unos a los otros. El amor de nuestros profesionales médicos y sanitarios, el de nuestros científicos, el de nuestras fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, el de nuestros transportistas, el de nuestros farmacéuticos/as, el de nuestros profesionales del sector de la alimentación, el de nuestros empleados municipales, el de nuestros voluntarios, el de los más generosos; que eterna deuda tenemos con todos vosotros –necesitaríamos mil vidas para poder pagarlas–. El amor de todos/as los/as españoles que, cada día, salen a sus balcones y al unísono agradecen –hasta estremecer todas las almas– a esos héroes que, sin temor ni duda, exponen sus propias vidas para proteger las vidas de aquellos a quienes ni siquiera conocen. El amor de la humanidad. Imparable. Invencible.

Esta terrible crisis nos está enseñando una lección de enorme importancia. No somos diferentes; tenemos que dejar de enfrentarnos. Es momento de construir un mundo de personas ayudando a personas. De eso, precisamente, trata la vida; de tener la posibilidad y el derecho de disfrutarla juntos, de protegernos, de preocuparnos los unos por los otros, de construir puentes que nos unan, de ser humanos. Ahora más que nunca hemos de valorar el regalo de vivir. El irresistible poder de un abrazo. El incalculable valor de la libertad.

Como sociedad universal, libramos la batalla más importante que hasta el momento hemos tenido que enfrentar; proteger la vida de la humanidad frente a una pandemia global, y, en paralelo, luchar para asegurar nuestro futuro. Nuestros héroes no desistirán. Nosotros no podemos desistir. Lograremos combatir al COVID-19, lo erradicaremos, nos repondremos y reconstruiremos todo aquello que por error dejamos destruir.

Salud, fuerza y esperanza. No tengo mejores deseos para todos/as. Juntos, venceremos.

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