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Atril ciudadano

«Una guerra de valientes contra el virus… y otra contra inútiles»

«Estamos en guerra», dijo el jefe del Estado Mayor de la Defensa. Era una de sus primeras intervenciones públicas desde que comenzó esta particular batalla que, por desgracia, libramos desde hace semanas contra el COVID-19. «Guerra», así suena el susurro más profundo de nuestros peores miedos. Como un ensordecedor trueno en el eco de nuestras memorias. Sin ninguna duda, el peor de los disfraces es el que luce la guerra –lo vista quien lo vista–. Y, aun así, desde entonces, la inmensa mayoría del pueblo español hemos acatado la orden del alto mando militar con una ejemplaridad prácticamente irreprochable. Como soldados que juraron la bandera de la lealtad y la paz. Por primera vez en la historia hemos sido parte de una batalla noble por su causa. Combatíamos a un enemigo invisible para proteger la vida de la humanidad; sin armas, sí, pero con medicina, el inconmensurable esfuerzo de nuestros profesionales sanitarios, el sacrificio de miles de valientes en activo y la solidaridad de la práctica totalidad de los españoles. Jamás habría podido imaginar mejor ejército que este. El único problema es que, como ocurre en otros tantos dramas, hay un reducido número de inútiles que está traicionando a la ejemplaridad de aquella inmensa mayoría. Es el relato más infausto de la historia: los que no están dispuestos a ayudar siempre molestan. Siempre, cueste lo que cueste; caiga quien caiga. Es esa atípica adicción de los inútiles; cada trago les consume, pero ellos lo disfrutan –es el elixir de lo absurdo–. En condiciones normales esto último rasga los límites más emocionales del sentido común, duele incluso en la conciencia, pero ahora lo hace mucho más aún si tenemos en cuenta que la estrategia es insultantemente simple; quienes no tienen forma de contribuir activamente para combatir al virus y sus consecuencias tienen que limitarse a no ser un problema añadido. Poco más hay que hacer, por absurdo que pudiera parecer semejante planteamiento en tiempos de guerra. Ser valiente nunca antes había requerido tan poca iniciativa. Es una estrategia de ataque con naturaleza defensiva; no se suma en el campo de batalla, pero tampoco se resta fuera de él –porque ahora es muy importante no hacerlo–. Pero hay inútiles que no lo entienden; o, peor aún, no quieren hacerlo. Son adictos a la autodestrucción; infames emisarios de la deshonra.

Somos nosotros (todos) y es ahora. Nadie elige a sus demonios ni cómo enfrentarse a ellos, pero cuando toca hacerlo, se hace. De la misma forma que el sol se deja vencer por la luna al ocaso de cada día. Es algo natural e inevitable. Pasa y punto. Es momento de estar a la altura, o, cuando menos, de no traicionar a los que sí lo han estado y lo siguen estando. No es el momento de liderar repugnantes programas de propaganda política, y, ni mucho menos, de armar discursos públicos con espíritu de ataques oportunistas que solo buscan desestabilizar y dividir más aún al país. Porque eso, amigos míos, sí es traición. Es traición a la nación, a la Corona y al pueblo. Es un ataque a la bandera de España y al futuro de todos los españoles. Un ataque a la valentía de quienes nos protegen, al esfuerzo de los que lo intentan, al honor de los que sufren desde sus hogares, y, lo que es peor aún, un inmundo ataque a las memorias de todas esas personas que hoy –por desgracia– ya no están con nosotros.

Lo que no suma, resta –y nunca mejor dicho–. Estamos siendo testigos de una batalla injusta y extremadamente cruel. El enemigo ataca a los más vulnerables, por la espalda. Sin compasión. No hace prisioneros; ataca, y, si puede, se lleva la vida de su víctima en soledad. A veces no hay tiempo para un abrazo de despedida; ni siquiera para una confesión de paz. Siempre he pensado que si hay algo más triste que morir es hacerlo en soledad. Me aterraba la idea, y durante estas últimas semanas ha sido una constante. Así son las cosas. Mientras unos pocos inútiles siguen danzando en su particular charco de barro voceando amenazas de bloqueo a posteriores prórrogas del estado de alarma y otros se preocupan por elegir términos que cuidadosamente camuflen sus intenciones políticas, el enemigo –impasible– sigue su curso y se encarga de recordarnos que somos tan dueños de la suerte de nuestras vidas como lo somos de nuestro impredecible futuro. Por desgracia, la incertidumbre es la norma general durante estas semanas; y, ante ella, el único remedio eficaz es la unión del pueblo –legítimo titular de la soberanía nacional–. Es así de simple e incuestionable. Lo único útil ahora es apoyar a quienes luchan cuerpo a cuerpo contra el virus y a quienes empeñarán todo su esfuerzo para volver a levantar al país y hacerle olvidar estas últimas semanas negras (o, como poco, para enseñarle a vivir con su amargo recuerdo). Apoyar a quienes arriesgan sus vidas para proteger la de los demás. Apoyar a quienes realmente intentan hacer algo útil para salir pronto de este oscuro túnel (no tienen espacio aquí los oportunistas ni las marionetas de papel). El resto –inútiles incluidos– solo tiene que limitarse a hacer todo lo posible por no molestar, o, como mínimo, por no hacerlo demasiado. Demasiado difícil es librar una batalla contra el virus sin las armas necesarias como para también tener que librar otra batalla al mismo tiempo contra inútiles que no se preocupan por aportar nada provechoso.

El corazón de la verdadera España, lejos de la del Congreso de los Diputados, está en las ventanas y los balcones de su gente; que, con más rabia que impotencia, están a la espera de recoger el testigo de nuestros héroes con batas para intentar levantar el país que otros no hacen más que intentar hundir. La verdadera España nos representa a todos, la otra lo intenta pero sigue sin poder conseguirlo por culpa de un reducido y vergonzoso número de inútiles que no entienden nada de lo que de verdad importa ahora. Juntos, venceremos.

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