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Cosas de críos

Recuerdos de una infancia, escritos antes de que el paso de los años borrara para siempre su sabor

1.- Mi primer colegio

Casi no recuerdo mi primer colegio; se me viene a la mente la imagen de unas ventanas altas con cortinas blancas y una monja de amplias vestiduras que, empuñando una larga, larguísima vara de madera, nos enseñaba a rezar, remediando nuestros errores, si hacía falta, con un golpecito en la cabeza propinado por aquella vara que, más semejante a una caña de pescar, oscilaba, flexaba y, al fin, se dejaba caer sobre cualquier parte superior del cuerpo; sin fuerzas en origen, pero multiplicada su energía por el temblequeo. No hacía daño, al menos no lo recuerdo, pero impresionaba sentirse dominado por aquella dama de ademanes suaves y vara tan larga. Al final del día, cuando la tarde se acercaba a la hora mágica de la salida definitiva, los que mejor lo habían hecho durante la jornada recibían como premio figuritas de ángeles, gafas o corazones divinos, recortados sobre la misma galleta que se utilizaba para confeccionar las hostias para la misa. Comí muy pocas figuritas de aquellas. Recuerdo que había un patio y, cerca de él, el cuartito, como llamábamos a los aseos, que tenían un pasillo de piso siempre húmedo y, a mano derecha, una fila de puertas que no llegaban al suelo. Olía mal, y allí fue donde, una mañana, oí la voz de mi primo Oscar que pedía socorro, asomando una mano bajo una de aquellas puertas. Estaba sufriendo un castigo bastante común, que consistía en estarse encerrado durante bastante tiempo en aquellos retretes que se convertían así en celdas malolientes. Descorrí el pestillo, y renunciamos ambos a la libertad, entrando yo también para quedarnos allí, a cubierto de las miradas, cerrados por dentro y contándonos historias; evitábamos así una huida inútil que, antes o después, habría terminado en presencia de la monja de larga vara.

Recuerdo, también, que logré convencer a otro niño de que el capuchón de un bolígrafo era mucho más bonito que un coche de goma que él solía llevar al colegio cada día. El coche fue mío, y mi compañero se marchó a casa muy contento con aquel capuchón de color azul. Era muy raro ver bolígrafos por aquellas fechas, y la sola posesión del elemento era razón suficiente para prescindir del bonito y miniaturizado cochecillo.

Pero no pensaban así sus padres pues, al día siguiente, a la hora de salir, la monja de la vara larga me obligó a devolver mi trofeo ante la mirada divertida de mi tío Oscar que, aquel mediodía, nos había venido a recoger.

El colegio se llamaba La Divina Infantita, y me acuerdo que yo memorizaba el nombre sin saber qué significaba divina y, mucho menos, infantita, claro que tampoco sabía qué significaba mi propio nombre, Severiano, ni el de mi pueblo, Nador; pero, a los tres años, nada de eso importa y, aparte el nombre para mí enrevesado y sin sentido, de mi primer colegio sólo recuerdo las grandes puertas verdes, el mal olor del cuartito y la larguísima vara de la monja alta y seria.

Mi primer colegio de verdad estaba en el interior de un cuartel, a la entrada del pueblo. Tenía unas vistosas garitas en la puerta, decoradas con azulejos que brillaban cuando, por la mañana, el sol del Este parecía empujarnos por la cuesta arriba. Era el antiguo acuartelamiento del Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas de Melilla número 2, a pesar de que ésta ciudad distaba catorce kilómetros hacia el Norte. Me llamaba la atención el que aquella unidad militar no se llamara Regulares de Villa Nador, pero mis pesquisas nunca alcanzaron a más.

El colegio-cuartel estaba edificado en lo alto del promontorio que limita a mi pueblo por el Norte, y a todos nos encantaba jugar por entre los caminos y pasadizos que conducían hasta los calabozos de pequeñas y gruesas puertas de madera y ventanuca enrejada; sórdidas mazmorras que me parecían francamente agradables; había pinos a su alrededor, y todo estaba a la sombra a la hora en que el sol norteafricano se dejaba caer sobre todas las cosas sin compasión a nada. Jugábamos cerca de los calabozos, imaginando historias en las que no faltaba de nada, ni siquiera el terror cuando, alguna vez, un soldado marroquí recluido se asomaba al ventanuco de la celda y gritaba para asustarnos.

En el cuartel había pocos soldados, pero no eran ya los regulares de uniforme color garbanzo y fajín rojo, sino que lucían una ropa caqui desconocida, y boina roja que casi nunca llevaban puesta.

Había una banda de música, la nuba que la llamaban, y mi abuelo subía a diario, en un Land-Rover que olía a gasolina sin quemar, para dar clases a los militares que se esforzaban sobre sus instrumentos abollados; a veces, me llevaba con él, y era estupendo entrar en el mismo colegio-cuartel, fuera de horas de clase y a bordo del todo-terreno militar con marcas de las Fuerzas Reales marroquíes.

Un lejano día —tan lejano que apenas si yo lo recordaba entonces—, había sido festivo; galas en las calles, y todo eran banderas rojas con la estrella verde, himnos y cánticos que algunos altavoces carraspeantes dejaban escapar, colgados de palmeras o, simplemente, apoyados en el alféizar de las ventanas de algún que otro cafetín de la calle principal.

Y llegó el sultán, el rey de Marruecos… Mohammad al-jamis, sultán al-Mágreb, cantaban los altavoces. Y los yu-yus de las mujeres animaban aún más la fiesta; y la espera, a la puerta de la casa de mis abuelos, que estaba en la calle principal, se iba haciendo febril por momentos.

Recuerdo a Mohamed V —Yalala al-Málik al-Mohammad al-Jámis, nasr ul-lah— con una yilaba ligera de color claro, no sé si gris perla o blanca, y el gorro típico de pliegue superior que habían hecho suyo —eso lo sabría más tarde— los miembros del partido independentista Istik-lal.

Vino a pie, rodeado de gentes que, no obstante, no impedían ver su cara de facciones agradables, el grave continente de su persona y aquella sonrisa mesurada que le hacía parecer más un santo varón que el monarca de un imperio recién resucitado. Se acercaba y, con él, el rumor de las gentes, los gritos y los yu-yus de las mujeres; y la banda a la que mi abuelo había estado enseñando resoplaba en medio del paseo empalmerado, haciendo sonar sus instrumentos abollados que, incomprensiblemente, brillaban aquel día.

Estábamos todos en la acera, a la puerta de casa: mi padre, que me tenía en brazos, y mi madre; mis tíos, mi abuela y los vecinos, y mi abuelo, serio y consciente de estar viviendo un momento histórico. Y Mohamed V —nasr ul-lah— se aproximó sonriente, respondiendo a los saludos y, deteniéndose frente a mi padre, alargó la mano y me pellizcó suavemente en la mejilla. Mi padre sonreía, mi madre también; todos estaban cautivados por el gesto, e incluso mi abuelo, que hasta entonces se había sentido testigo mudo del resurgir de un pueblo que no era el suyo, cedió y sonrió también.

Yalala al-Málik al-Mohammad al-Jámis siguió su camino, calle abajo, en dirección al paseo marítimo, entre los vítores y los yu-yus, dejándonos a nosotros con la incomparable sensación de grandeza que da la presencia de un rey aclamado que pellizca suavemente la mejilla de un niño de apenas tres años.

Es extraño que, a esa edad, se registren tan nítidamente los hechos; pero, aún hoy, cuando veo un retrato de Mohamed V, o un antiguo reportaje de televisión nos lo muestra caminando con aquel saludo leve tan característico, no puedo evitar recordarle, a pesar de los años y de que la maquinilla de afeitar ha rasurado unas siete mil veces el lugar donde, aquel lejano 1957, un rey me pellizcó cariñosamente.

Pero, a partir de aquel día, algo pareció cambiar en mi pueblo; a los dos años eso no se nota, pero, conforme pasaba el tiempo, sí se podía percibir en el comportamiento de los mayores una cierta reserva al hablar de determinados temas.

Mi pueblo dejó de llamarse Villa Nador y, aunque en el pórtico del zoco seguía campando por ese nombre, todos se referían a él como Nador a secas, incluso los mismos indígenas; a pesar de que, cada vez, eran más los que, cediendo a una creciente arabización, pronunciaban an-Nádur con un cierto desdén hacia los más pueblerinos bereberes rifeños, todavía amoldados a los usos y formas del idioma español.

Pero no sólo había cambiado eso. Recuerdo una tarde que, al ver venir una patrulla de soldados, poco antes de iniciarse el control del toque de queda, puse en práctica toda mi agilidad para hacer cuerpo a tierra y, apuntándoles con mi rifle de palo, soltarles varias ráfagas de voz y saliva ante el pavor de mi madre y mi tía Amalia, que acudieron prestas a recriminarme aquel atentado violento hacia los soldados de las Fuerzas Reales.

Debía de ser 1959 o 1960, y no sé a qué se debió aquel recrudecimiento de los controles militares; aunque, luego, leyendo Historia, he hallado ciertas referencias a un levantamiento rifeño que puso en jaque a la recién instaurada monarquía alauí.

Uno, ni aun cuando ya ha cumplido los cuatro años, no se detiene a pensar en palabras como independencia, protectorado, Marruecos o frontera, pero siente que, poco a poco, debe ir incorporando a su léxico esos términos que los mayores quieren convertir en usuales.

SEVERIANO GIL
MELILLA
ENTRE MAYO Y SEPTIEMBRE DE 1992

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