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El rincón de Aranda

Ya no están

De vuelta de visitar la tumba de mi familia, en La Purísima, apenas reconozco el Callejón del Aceitero, donde vine a la vida. Lo han estrechado, dejándolo sin puertas y desnudas sus paredes blancas. Ya no está la tienda de Esperanza, en la calle Duque, con la balanza de los patitos, ni tampoco el Obrador de la Sra. Ana, “La Confitera”, la que nos hacía cantar: “…vamos niños al Sagrario…”, cuando liábamos caramelos, para que no nos los comiéramos. Ya no está la miga de la Sra. Nieves, (colegio de los cagones), donde por 2 reales pasabas la mañana, hasta el cañonazo de las 12: “…En la calle Duque/ había una escuela-miga/ en la que cada niño llevaba,/ dos reales y su banqueta./ Aunque algunos tenían que ir/ con su desabrochada bragueta,/ porque las madres sabían/ que no retenían la cagaleta”. Ya no está la tienda de Matilde, con el letrero abombado de la “Leche Esbensen” en su mostrador, ni la carbonería frente a los marmolillos, con sus bolitas de carbón apestando a meados, junto a la tienda del Nano: “¡Nano:
¿tienes güevos?, pues sal a la calle…”.
Cuando subía por el callejón del Curruquero, ya no estaba la Sra. Antonia, “la Planchadora”, colocando sus planchas llenas con carbón en ascuas, en la puerta, para que se orearan del humo; y tampoco está el obrador de la confitería España, en la calle Castellón. La Quety: ¡ay! la Enriqueta, la que amorosamente cuidaba a su anciana madre, culpando con el dedo a los niños vecinos cuando ella soltaba sus grandes y sonoros pedos, mientras alquilaba tebeos del “Capitán Trueno”, “Pulgarcito” y las novelas de Lafuente Estefanía y de Corín Tellado.
Ya no se ve el refugio con dos entradas, que existe frente a la casa de mi amigo José, el peluquero de la calle Murcia (“Cuesta de la Morena”), calle donde estaba la sastrería del “Casi”, que vivía en Duque de la Torre. Ese refugio era donde nos introducíamos muchos chaveas, que han tapado con un moderno edificio junto al monte.
Tampoco estaba Valero, masticando un palillo de diente y hierbabuena junto a su esposa, la Sra. Margot, con su borriquillo, el “Cinco Patas”, y el carrito, que parecía de juguete, haciendo portes desde Correos a las distintas tiendas del Centro. Imagínense el motivo de llamarle “Cinco Patas”.
La escalera del Sgdo. Corazón, ya no es la misma, la actual se parece a la que construyeron los presos en el campo de concentración nazi en Mauthausen. La antigua, con su balaustrada, de “marmolillos barrigones”, tenía dos descansillos: el de abajo era un rinconcito donde a su izquierda mucha gente se aliviaba la vejiga, sin importarle que lo observaran desde el “Colegio de D. Isidro”. El otro, de arriba, era más espacioso, divisándose el kiosco junto a la Iglesia, y la casa de mi amigo Paco Roldán (q.e.p.d.), y su familia, con la imprenta “La Española” en los bajos del edificio.
En el bello Parque Lobera, ya no está el guarda-parque Sr. Garrido, liando su sempiterno cigarro picadura en el templete, a la sombra de la plazoleta, regañándonos con su bondadosa sonrisa.
Pero lo que más siento es la pena de que ya no está mi madre esperándome, cuando salía de estampida de la miga de Dª Nieves, sentada en su silla de anea, detrás de la puerta, para darme un beso de sorpresa. Aunque, la verdad es que acaba de dármelo hace un rato en el patio de arriba, junto a mi padre que me sonríen en La Purísima, junto al “Ángel”, y la tumba de Juana Martínez, la Cantinera de Batel, y la muralla que da al “Agarraero” y a la “Piedra Ahogá”.
Entonces yo decía de mi ciudad: “Es Melilla africana, tiene edificios modernistas, es coqueta y castellana, es andaluza, es mi tierra orgullosa, es española por naturaleza”.
Aunque ya no están, les aseguro que hoy los veo en el corazón del niño que fui antaño.

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Juan J. Aranda

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