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El rincón de Aranda

Recuerdo de una meada

A Antoñito aquél día le dió por aguantarse de orinar; decía que el café con leche que había tomado esa tarde para merendar, su madre le había echado leche de bote “Esbensen” y, como le gustaba tanto, debía retenerlo dentro de su cuerpo hasta que no pudiese aguantar más.
Aquélla tarde, al salir del ensayo de la Banda de Música de la OJE, en el Mantelete, casi todos los niños meamos, como solíamos hacer siempre, en el estrecho callejón de la Panadería de Aznar, junto a la ventana que da a la calle Cádiz. A Antoñito, su esfínter le pudo aguantar la meada hasta el Callejón del Curruquero, donde vivía una señora que planchaba camisas almidonadas, orinando en el primer escalón que da a la calle Duque (Teruel). Aunque ya lo intentó en la puerta de la carbonería que existía junto a la tienda del Nano, pero un vecino, a voces, le recriminó su acción, mientras los demás nos partíamos de risa. Al final, cuando vaciaba su vejiga a boquete lleno, como lo hacía el burro de Valero, una señora muy risueña y guasona, refiriéndose a su pilila meona, le decía que no tenía ni para engañar a un gato. Antoñito ni se inmutó; él era un niño muy tranquilo, que casi no se alteraba por nada, al contrario, el muy güevón le sonrió mientras se guardaba su pequeña “herramienta” entre los perniles de su pantalón corto. Cuando la mujer desapareció por los marmolillos hacia la calle Sagasta dijo, como muy en secreto, que él le había visto las bragas a esa mujer. Nadie se lo creyó hasta que otra tarde, nos condujo a la puerta donde vivía esa señora. En realidad era una mujer sonriente, con la mirada perdida al cielo que, sin miramiento alguno, se sentaba a la puerta de su casa con las piernas abiertas, o cerradas, según le viniera en gana. Pero una anciana, vestida de negro, con delantal oscuro, de vez en cuando, salía a la puerta y le tapaba las piernas regañándola con toda la dulzura de una buena madre, y sin odio alguno, desviaba la mirada hacia nosotros, los niños, más bien como una recriminación cariñosa, nos decía que podría ser nuestra madre. La verdad es que tenía edad para ello, porque mi madre la conoció de cuando ambas eran niñas.

Entonces eran los años que en Melilla apenas circulaban coches por esas calles vetustas y entrañables. Era cuando por Padre Lerchundy, en cada entierro, subía la comitiva a pié detrás del coche fúnebre de caballo con su pitejo, todo vestido de negro y su gorra de plato, sin distintivo alguno. Según el número de pitejos, y de caballos, así era la importancia del entierro.

Hace unos días Antoñito, por teléfono, me recordaba aquél recuerdo imborrable, con todo el cariño y el respeto hacia aquélla señora de mirada perdida al cielo.

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