Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.
Logo de Melilla hoy

El rincón de Aranda

Como los grandes cocineros

Melilla, para cualquiera que haya nacido aquí, tiene algo especial. Yo creo que como los grandes cocineros, con sus “Estrellas Michelín”, es por el Olor, el Sabor y el Color: El Olor es el que siempre tiene en sus parques. El del General D. Venancio Hernández, tan llano y limpio, con los parterres de flores que una joven, furtivamente y asustada, incluso pinchándose los dedos, acortaba la vida de una rosa, para meterla en un vaso de agua, que al final sus pétalos, ya secos, quedaban petrificados en las páginas del libro que estaba leyendo, o en la carta epistolar de su enamorado, con un “Te quiero”. El Olor que despide el de D. Cándido Lobera, Con sus jardines rindiéndose a los pies de la frondosidad, y quietud de sus pinos enanos, con los grandes bancos de nichos, horadados. También la sombra de los centenarios eucaliptos de Torres Quevedo. El Olor del pinar de Rostro Gordo, regulando el oxígeno que se respira en la ciudad. Y bajando al Rastro, por la Cuesta de la Viña, el cauce seco del río de la Olla, quedaba impregnado con el olor a hierbabuena y a té de los cafetines, mezclados con el kif fumado en largas pipas, que se consumían de dos chupadas. El Olor de las verduras y frutas del día, llevadas por pequeños borriquillos que más bien tenían la fuerza de un mulo, y después de traer la carga para su venta volvían, con su dueño despatarrado, en sus lomos. Los bares esquinados en el edificio cuadrilongo: “La Maja” y “El Mortero”. Los zapateros del Rastro, en el Río de la Olla, casi todos judíos, oliendo a cuero y al caucho de las viejas ruedas de los coches, que utilizaban para medias suelas de zapatos. El señor Alberto y su hijo del mismo nombre, hebreos, ambos lañadores, que siempre guardaban los preceptos de la Torá, haciendo jarrillos de lata y recomponiendo cacerolas y sartenes.

El Color añil de nuestro Mediterráneo, arañando los acantilados y lamiéndolos a veces, como un animalillo hambriento de teta materna, con los besos de sus olas de blanca espuma. A veces en las playas Cárabos y San Lorenzo, podemos ver la fuerza del amor con que les grita. El Color del sol cuando se derrama haciendo cascada luminosa; y el del alba con la solemne majestad del Gurugú, montaña de constante vigilancia, que Marte vistió varias veces de negro luto por los compatriotas caídos, que la diosa Niké, nuestro “Ángel”, “Matrona de España”, es el que los guarda en La Purísima con celo de amor perenne. Desde las alturas de Cabrerizas, el Barrio de la Victoria y Ataque Seco, se distingue el color de la Melilla inmóvil en sus calles y plazas, como un la sostenido, huyendo de la campana musical de un bombardino serpentón, suspendido en el el cielo azul, como su bandera.

El Sabor, aunque abstracto, lo puede notar quien la ame con el alma de español. No es Sabor físico como un plato bien condimentado, es el Sabor de ver sus calles sin laberintos donde se sumergen en el modernismo de sus edificios y los barrios hechos a cordel, como antaño me decía un anciano venerable, amante de la ciudad. El Sabor de los túneles silenciosos que visitábamos en nuestra niñez sin ver el peligro que entrañaban las cuevas y bóvedas oscuras, horadadas hace siglos por los guardianes de la Plaza. A estos guardianes y próceres, Melilla los honra agradecida bautizando sus calles con sus gloriosos nombres, saboreando la historia de sus proezas con solo leer los nombres: Juan Sherlok, Miguel Zazo, López Moreno, Carlos de Arellano, Julio Benítez, Lepoldo O´Donnell, Juan Prim, José Marina, Cándido Lobera, Domingo Badía, Padre Lerchundy, y tantos otros. Pero yo, como mosca cojonera, o mangangá, no tengo más remedio que nombrar a mi maestro de música, D. Julio Moreno, al que nadie, incluso muchos de sus antiguos discípulos, han sido capaces de indagar qué hizo aquél hombre bueno; quiénes fuimos los que aprendimos su música, porque debo decir que somos varias generaciones las que recibimos sus clases, sin costarles un duro a nuestros padres.

Antes mi indignación era evidente en mis escritos contra los políticos que conceden gloria, honor y calles, a personas que han hecho una mínima parte de lo que D. Julio aportó a la ciudad; ahora ya solo les digo que ellos, los políticos, cuando se marchen, y espero que se larguen alguna vez a hacer gárgaras, solo sus familiares y allegados se acordarán de ellos, pero de D. Julio, la prueba de su recuerdo somos sus epígonos, alumnos que nos inculcó ese bello arte, como es la música.

Loading

Más información

Scroll al inicio

¿Todavía no eres Premium?

Disfruta de todas
las ventajas de ser
Premium por 1€