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Atril ciudadano

Siendo un crío, en un libro mal aprovechado de los muchos que cayeron en mis manos, una vez leí que la vida es una jungla en la que hay que luchar contra nuestros iguales para sobrevivir. Fueron muchos los años que empeñé para intentar convencerme de que aquella cita no era más que una exageración metafórica con la que se intentaba conceptualizar el sacrifico, el esfuerzo y la persistencia, como ingredientes clave en la receta del éxito. Por desgracia, durante los últimos años ha vuelto a resonar el eco de los malos presagios y aquella cita —metafórica o no— vuelve a ganar fuerza (más de la que nunca debería haber podido llegar a tener).
En nuestra ciudad —por desgracia— hemos sido testigos privilegiados de una triste evolución de aquella cita darwiniana inspirada en la teoría de la supervivencia del más fuerte. El principal problema es que la vertiente práctica de aquella malinterpretada teoría se ha convertido en una constante pugna entre el bien y el mal. La criminalidad ha decidido presentarse ante nuestros jóvenes como un maestro al que obedecer de forma preferente, la desobediencia se ha convertido en un patrón de conducta sistemático, y, lo que es aún peor, la indiferencia y la inactividad se han perpetuado como medidas de reacción institucional ante esta endémica enfermedad que nos afecta a todos. Y con ello, la sombra de la inseguridad se extiende de forma descontrolada por todos los rincones de nuestra ciudad. Pasear las calles de nuestra gloriosa tierra —esa que, antaño, de forma casi biónica, fue capaz de hacer confluir a tantas identidades— sin esa extraña e incómoda sensación de peligro cada vez se antoja más complicado conforme el sol cae para dejar paso a la tétrica noche iberoafricana a este lado del mar intercontinental.

Nadie sabe (al menos, a ciencia cierta) porque pasó y en qué momento fuimos capaces de permitir que nuestra humanidad fuese cautivamente raptada por la crueldad más reprobable del ser [no]humano. Hay quienes dicen que estas son las nefastas consecuencias de la ausencia de políticas sociales que deberían haberse preocupado por colectivos marginados de nuestra ciudad —los cuales, excluidos de la sociedad ab origine, han venido impartiendo sesiones de adoctrinamiento a sus nuevas generaciones en las que su máxima consigna ha sido “no nos quieren porque somos diferentes”—, y, con diferente criterio pero en el mismo sentido, hay quienes creen que este es el resultado que se obtiene cuando una sociedad se permite el lujo de dejar de promover e invertir en una educación universal que llegue a todos (sea cual sea la condición o clase social que les abrace) y también quienes creen que este es el plato que cocina la desigualdad de oportunidades. Quizás esas sean las razones, o puede que la razón sea que el ser humano sencillamente esté dejando de ser tan humano como se le recordaba. Quien sabe… quizás sea por alguna de esas razones, o simplemente se trate de la desafortunada conjunción de todas ellas.

Sea como fuere, y sean cuales fueren las razones, no es momento de buscar culpables sino soluciones. Para ello es indispensable que todas las instituciones —públicas y privadas— de nuestra ciudad (aquí sí es necesario reclamar la intervención de nuestra Delegada del Gobierno, para que, en el ejercicio de su cargo, actúe como se presume que debe hacer —porque para eso está—), así como las distintas formaciones políticas representativas y el propio conjunto de la sociedad civil aunemos fuerzas y actuemos. Ahora más que nunca hemos de responder con contundencia, con un único objetivo y contra un enemigo común: defender los pilares de nuestra pacífica convivencia frente aquellos/as que quieren hacerla prisionera.

Es momento de proteger a Melilla (y, por extensión, a su gente) frente a las agresiones de aquellos/as que la atacan desde fuera, y, sobre todo, frente a las agresiones de aquellos/as que, campando y delinquiendo a sus anchas, la atacan desde dentro. Además, para conseguirlo sin caer en los infinitos tentáculos de la abominable teoría del odio irracional, es sumamente importante no olvidar que la delincuencia y la violencia —ambas anomalías, en toda su extensión— no tienen nacionalidad, ni ideología política, ni religión, ni idioma, ni clase social, ni parentesco alguno que permita diferenciar a los unos de los otros, y viceversa. Esa es la verdad de las cosas (sin grumos), y quien sostenga lo contrario sencillamente miente.

Para conseguir esa ansiada y merecida pacífica convivencia es indispensable que, sin dejar de lado nuestro compromiso humanitario —ningún ser humano puede ser etiquetado como ilegal o abandonado a su suerte en la tierra de la necesidad—, dotemos a nuestros cuerpos y fuerzas de seguridad del estado de los materiales necesarios para poder controlar a los que ya somos, a los que están y a los que vienen, y, asimismo, que la educación y la igualdad de oportunidades sean una máxima indispensable con la que afrontemos el futuro y la vida de nuestras nuevas generaciones. Así, y solo así, conseguiremos alcanzar el progreso y esa anhelada convivencia pacífica que nos permitirá premiar a quienes respetan a los que les rodean, así como dejar de lamentar trágicas noticias (aquí no puedo sino recordar los últimos casos de violencia de género, y la vil y cruel agresión que este pasado fin de semana se llevó la vida de uno de nuestros conciudadanos —en paz descanse—), y, sobre todo, identificar y sancionar (con todo el peso de la Ley) a todos/as aquellos/as impresentables que amenazan a la paz social que debería gobernar nuestra convivencia.

Nuestra posición debe ser inalterable. Queremos un mundo de personas ayudando a personas, y no agrediéndolas. A los que no compartan esta valiosa forma de vivir solo tenemos una cosa que decirles: No os queremos… ni con nosotros, ni entre nosotros.

Juntos. Invencibles. Por una vida en Melilla que valga la pena vivir.

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