Al vivir en Latinoamérica – aunque sea por unos cuantos meses, como es mi caso – uno se aproxima de forma directa a las realidadqes más crudas de la vida; la pobreza, la injusticia social, la tensión racial, la perversión de la democracia… Si uno no está acostumbrado a ello, resultan muy impactantes. Porque no estamos acostumbrados, ¿verdad?
En Melilla muchos hemos desarrollado un caparazón frente a todo esto, nos hemos habituado, familiarizado, convivimos con las miserias de la Tierra en un espacio reducido de doce kilómetros cuadrados que se amplían mucho más si cruzamos esa arteria principal de la Ciudad que llamamos frontera. Vemos como algo no muy alarmante, casi con indiferencia, que las familias no tengan recursos para comprar libros a sus hijos, que no se puedan permitir unas vacaciones dignas, que padres y madres de familia no puedan llevar un plato de comida a la mesa por sus propios medios sin depender de la caridad – privada o del Estado – o no puedan permitirse unos estudios superiores para sus vástagos.
¿Cuándo nos daremos cuenta de que nuestro sistema asistencialista no es digno para la condición humana? Simplemente no puede ser posible – me niego a creerlo – que doce kilómetros cuadrados de suelo español sean tan desiguales, con un mapa de renta que divide en dos la ciudad, donde es vox populi la venta de la dignidad de la persona por unas decenas de euros en cada jornada electoral, donde haya aún tanta hambre de Justicia. Pues, como decía el escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez: ‘La miseria material trae la miseria moral’. Yo además añadiría a esto la cita del Papa Francisco: ‘La miseria moral bien podría llamarse casi suicidio incipiente’.
Aún seguiré esperando, entonces, a que algún partido político plantee de verdad un programa emancipador para devolver la dignidad a la Ciudad y a sus gentes. Tengo fe en que algún día ocurra, tengo fe en Melilla.
