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(Del Rif a Madrid. Crónica sarracina de un hispanista marroquí, Mohamed Abrighach, Ed. Diwan, Madrid, 2019)

Lengua y política en un hispanista marroquí

Portada del libro “Del Rif a Madrid”

Desde Agadir, en el sur de Marruecos, no lejos del Sáhara Occidental, dedicado a la crítica, la investigación y la docencia del idioma de Cervantes, un espíritu insatisfecho y exigente recorre estas páginas en un admirable periplo intelectual y vital. Usa una pluma vigorosa en un análisis implacable y valiente. Mezcla biografía, narración, crónica, historia, lecturas… Nada es suficiente para quien parte de un aduar del Rif desde donde de niño divisaba las montañas de la costa malacitana y busca una meta que es cultural y, en el límite, política. Va y viene, de norte a sur, incansable su pensamiento, por una geografía donde una historia de siglos forjó a los hombres en un cruce de civilizaciones y desencuentros no siempre pacíficos. Parece el espíritu de un nómada o un exiliado en busca de un mundo nuevo o recuperado de la nostalgia. Escribe una literatura semejante a la que Edward Said atribuye a esos individuos que tienen experiencias de desarraigo y deslocalización que los hace expatriados y exiliados. Pero solo lo parece. Su exilio es interior. Su libertad es la lengua y la cultura. Porque Mohamed Abrighach, autor Del Rif a Madrid, tiene fuertes raíces rifeñas, andalucíes, moriscas… Solo que huye de lo único y va hacia lo plural integrador. Tiene una patria, pero quiere dos (o ninguna). Su caso es “una historia personal con lo español-marroquí… a base de inequívoca empatía”. Su propósito: “La configuración de una hispanidad local con una doble desterritorialización y reterritorialización del español en África”. Su ideal: “La conjunción y la síntesis transcultural de la pertenencia a [la cultura] europea y africana, pero sin estar totalmente en ninguna de ellas”. Su modelo: Una identidad plural a semejanza, por ejemplo, de los escritores catalanes de origen rifeño, como El Kadaoui y El Hachmi. No siempre es fácil delimitar la geografía de sus propuestas.

En este itinerario del Rif a Madrid, donde se doctora en Filología Hispánica, Melilla es nuclear. Detengámonos en ella. La ciudad, que Pedro de Estopiñán ocupara en 1497 no sin lucha con los moros alábares que la defendían, está como a doce kilómetros de Tizza, donde nació Abrighach, y fue su primer contacto con el territorio español de la mano de su abuelo, que se acercaba al zoco de la ciudad a vender verduras. Era un niño y cuenta cómo” la polis cristiana” apareció al amanecer desde un cerro con “intensas y relampagueantes luces produciéndole un sentimiento, desde luego nada exótico, sino más bien de admiración y embrujo”. Luego, cuando estudiante en el Liceo, de Nador pasaba a Melilla (“espacios ambos de híbridos y fronterizos”), para ir al médico o al cine “sin cortes”, para buscar lecturas en las librerías o cumplir encargos de compras de su madre y, poco a poco, fue adaptándose a aquel mundo diferente al suyo pero” a todas luces fascinante”, hasta “hacer de lo otro algo mío, sin complejo ni desasosiego”. Estas páginas son de una gran belleza poética y emotiva y los melillenses -y los españoles todos por extensión- deben felicitarse de este hispanista marroquí que desmitifica así la visión reduccionista del moro en el inconsciente hispano con el que, perversamente, reflejamos nuestra alteridad; se hace nuestro y nosotros suyos; hace desaparecer al Otro; y clama, tal vez desde el desierto, contra la pobreza del hispanismo marroquí ejercido por “un gremio apartado y aislado sin consagrada ni acusada proyección internacional y, sobre todo, de una base social no tan arraigada a escala nacional para influir en la realidad y en las gentes de su país”. Él es marroquí y vive lo español en la lengua y la cultura españolas, recorriendo el camino inverso de un Juan Goytisolo, a quien recuerda el subtítulo de Crónica sarracina del libro.

Pero también observa Abrighach con pesadumbre que “los musulmanes melillenses, españolizados o no, no poseen una identidad de claros contornos en términos de pertenencia”. Y recuerda la Ley de Extranjería que los convertía, “aún estando en su propio suelo y tierra, en extranjeros”. Y, desde el análisis psicológico, lanza una preocupante alerta, pues esos musulmanes ante el poder de la comunidad cristiana “viven [aún hoy] en una doble identidad incoherente, contradictoria, esquizofrénica incluso, hecha respectivamente de victimismo y esencialismo étnico que mantiene el status quo a corto plazo, pero acabará tarde o temprano rompiendo la convivencia y el marco democrático”. No puedo pensar en nadie que lo desee menos que este hispanista-marroquí que busca la alteridad dialéctica como una forma esencial del Ser y la libertad en la democracia. Y es por ello, precisamente, por lo que sus más duros calificativos los guarda para la frontera entre los dos países, que define como “inhumana y cruel, un espacio desolador y apocalíptico”. Para Mohamed Abrighach la frontera debe ser, por contra, “trasvase natural de índole intercultural, lingüística y comercial”. Es curioso –y tal vez no casual- que en este capítulo dedicado a Melilla esboce el futuro, que define así, citando a El Kadaoui: “Una forma sutil de modernidad que, consiste…en estar en ningún lugar, en un tercer espacio intersticial, tan plural como universal, una asunción de una identidad laica vivida en libertad y desde la igualdad sin tomar partido de naturaleza esencialista o étnica-religiosa”.

En el “Epílogo” la mirada de Abrighach se dirige hacia las costas de Latinoamérica y nos describe los esfuerzos de la política exterior de Marruecos instrumentalizando el capital simbólico hispano. Es una joya del pragmatismo político-cultural que impregna todo el libro. Pues lengua y política se entrelazan en este discurso de gran interés para lingüistas y políticos. Los lectores en general de los dos países vecinos y hermanados por tantos vínculos culturales e históricos no quedarán tampoco indiferentes.

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