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Cosas de críos

Recuerdos de una infancia, escritos antes de que el paso de los años borrara para siempre su sabor

Mi padre trabajaba de contable en la fábrica de harinas; un buen empleo y un sueldo que nos permitía situarnos un poco por encima del nivel económico medio del pueblo. Era un trabajo cómodo, sobre todo por lo cercano al domicilio, situado en la planta superior de las oficinas; tanto era así que, a la hora de comer y por encargo de mi madre, yo le llamaba a través del sistema de aireación de la propia fábrica, algunos de cuyos respiraderos terminales asomaban por uno de los dos patios de mi casa.
Claro que, también, por aquellos mismos terminales subían las ratas que, a centenares, infestaban los rincones de la fábrica, y, en consecuencia, los dos patios de la casa siempre estaban adornados con mil y un modelos de trampas para roedores, desde la más sencilla formada por un tablero con el cepo de alambre, hasta unas grandes que parecían jaulas y que, con su ingenioso y divertido mecanismo conectado a la puerta, despertaban tanto mi interés que, de día, recuerdo usarlas como juguete antes de que, con las sombras, recibieran en su seno el cebo que haría picar al roedor —por lo general de respetable tamaño— que había osado alcanzar la vivienda.

Una tarde, una rata particularmente temeraria o acróbata consiguió burlar todos los sistemas de seguridad y se coló en casa. Tal vez por lo abundante de su alimentación de derivados del trigo, todos los ejemplares que vi eran tan corpulentos que pocos de los gatos existentes en el inmueble eran capaces de hacerles frente, y el de aquella tarde era uno de ellos. Mi tío José, que estaba en casa por casualidad, se armó de un cepillo de barrer y la mantuvo a raya, mientras que mi padre cerraba todas las puertas que daban al pasillo. Así, circunscrito el coso al rectángulo vacío y liso, el animal empezó a sufrir los golpes del cepillo de mi tío y los puntapiés de las zapatillas de mi padre, mientras mi madre y yo observábamos a través de la puerta del cuarto de baño, notablemente elevada con respecto al nivel general de la casa; hasta que, en uno de los lances, mi padre perdió el calzado de su pie derecho, que voló a la par que la rata hasta el extremo del pasillo donde mi tío preparaba el golpe final que acabaría con ella.

No sé cuál fue el fin del animal, pero sí recuerdo a mi padre, a la pata coja y con el pie derecho en alto, suplicando a mi tío que no le enviara de vuelta el cebado —y ya seguramente medio KO— ejemplar de roedor.

Mi hermano Francisco José nació, cuatro años después que yo, en aquella misma casa.

Recuerdo cuando, inexplicablemente, me quedé a pasar la noche en casa de mi abuela María, que vivía a dos manzanas de distancia —todo en Nador estaba cerca—. No era raro que, algún fin de semana, me quedara a dormir con mi tío José, que estaba soltero; me encantaban las veladas que el verano alargaba inusitadamente, sentados en el alto escalón de la puerta de la casa de planta baja, con las charlas de los vecinos, el olor de la tierra regada y la ausencia de calor que convertía la vida en algo placentero mientras el sueño llegaba.

Pero era abril cuando, aquella noche de mediados de semana, todos se habían empeñado en que me quedara en casa de la abuela María. Y yo, de natural poco amoldable a normas e imposiciones, situé mi tabarra varios decibelios por encima de lo usual, de modo que, cerca de la media noche, mi pobre tío, harto ya de oírme, me envolvió en una manta y me llevó a mi casa, dos manzanas más hacia el zoco.

El portal estaba cerrado, pero eso no era impedimento: una patada a la puerta la abrió de par en par y, al llegar a lo que yo me esperaba silencioso hogar, descubrí la presencia de extraños y familiares que sonreían, sin atisbo de sueño a pesar de la hora.

Y recuerdo la lamparilla de la mesa de noche del dormitorio de mis padres, cubierta con un paño para que no alumbrara tanto; y recuerdo también el túnel de cuerpos que se formó a mi paso cuando me acerqué a la cama, y mi madre, extrañamente acostada cuando había tantos invitados, descubrió las sábanas y me enseñó a un ser pequeño, recién nacido, que dormitaba con los ojos muy apretados.

A mis cuatro años escasos, tardé un poco en darme cuenta de que aquello era mi hermano.

SEVERIANO GIL
MELILLA
ENTRE MAYO Y SEPTIEMBRE DE 1992

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