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Carta del Editor

Librarnos de nuestras cadenas

La paternidad del término utopía se atribuye a Tomás Moro, a principios del siglo XVI: la utopía era, y sigue siendo, un Estado ideal, imposible de realizar en la práctica. Pero el primer modelo de utopía fue el de Platón -que realmente se llamaba Aristocles, Platón fue un apodo que le pusieron de pequeño, por sus anchas espaldas- cuya doctrina, escrita en forma de los famosos 36 diálogos, se plasmó en el asombroso libro “La República”, concebida entre el año 384 a.C. y el 377 a. C., un libro que parece que se terminó ayer, o mañana, dada la perenne actualidad y la clarividencia de su contenido.

Sócrates, el maestro venerado de Platón, es el protagonista principal de los diálogos y el que lleva siempre el peso de la discusión. Sócrates -el mejor hombre de su tiempo, como le denominó Platón- fue el que encaminó a Platón, desencantado de sus aventuras políticas y, libre de las cadenas la ruina de su patria, por el derrotero de la filosofía, y el que dio a su discípulo y a la posteridad un ejemplo supremo de resignación y acatamiento de las leyes humanas, bebiendo -cuando podía haber huido- la cicuta que terminó con su vida, tras una injusta condena.

En esa República ideal de Platón los gobernantes, los que dirigen, son los sabios. Unos sabios muy austeros -tomen nota los políticos de todos los tiempos y de todos los países- a los que no se les permitía la propiedad privada, nada era suyo, “para que no deseen amasar las riquezas que corrompen”. Era la justicia la que determinaba y regía la vida del cuerpo político, que era la ciudad, la polis, la kallípolis (ciudad bella), la ciudad griega tradicional, pequeña y de escasa población. Como Melilla, más o menos. Platón no conoció otro tipo de unidad política.

Para ilustrar sus ideas el gran filósofo utilizó una genial alegoría, universalmente conocida como el mito de la caverna. Unos seres encadenados frente a la pared de una caverna solo pueden ver las sombras que se proyectan sobre el fondo de la cueva y, cuando los transeúntes de fuera hablan, los encadenados oyen como si el sonido procediera de las sombras que ven, sombras que son, para ellos, la única realidad. Uno de los encadenados, libre de las cadenas, puede contemplar la realidad exterior y va deduciendo, poco a poco, que el mundo en que había vivido antes era irracional y despreciable y siente que, si volviera a la caverna y dijera a sus compañeros de ese mundo de sombras que no eran reales, y si tratara de salvarlos y sacarlos al mundo real, lo matarían.

En España hoy estamos cada vez más encadenados, cada vez más sumidos en la caverna y de espadas a la realidad. En Melilla estamos todavía más encadenados, más alejados de la realidad, de la verdad, de la sabiduría. Y dispuestos, ante la pasividad general, a repetir los errores del pasado. Es curiosa la coincidencia, pero hace 20 años, justo en estos días del año 2000, Mustafa Aberchán criticaba que, a él, por entonces presidente de la Ciudad y líder del partido más votado, se le quisiera apartar de la presidencia con una moción de censura -como finalmente ocurrió- a base de partidos que pactaban con tránsfugas. Hoy defiende que el presidente de la Ciudad no tiene porqué ser el más votado y que Melilla ya tiene un tránsfuga -Jesús Delgado- para votar a favor de quien sea que le ofrezca más, en caso de moción de censura. Si -como defendían Duddú y muchos valiosos y menos nombrados luchadores en 1985- no nos libramos de nuestras cadenas, jamás tendremos una ciudad feliz, nunca nos acercaremos al Estado ideal, a la polis de Platón.

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Enrique Bohórquez López-Dóriga

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