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Historia

Cosas de críos Recuerdos de una infancia, escritos antes de que el paso de los años borrara para siempre su sabor

4.- Mi cantimplora

Recuerdo a mi primera maestra, doña Conchita; era una mujer mayor —si es que a los cinco años y medio puede haber alguien que no lo sea—; no recuerdo su edad, ni apenas su aspecto casi rubio y con gafas, pero no he podido olvidar en cambio sus medias de costura negra que parecían formar parte indivisible con sus zapatos de medio tacón y aquellas pantorrillas redondeadas.
No soy capaz de discernir si me impulsaba algún erotismo misterioso, pero no podía evitar, cada vez que ella pasaba por mi lado en aquellos lentos paseos durante los cuales dictaba, el volverme para observar el atractivo contraste entre la bata blanca, las medias de costura negra y los brillantes zapatos de tacón.

Cuatro o cinco años después de aquello, doña Conchita y su marido se mataron en un accidente de tráfico y recuerdo que, a pesar del corto tiempo transcurrido, lo único de ella que se me vino a la mente al enterarme de la noticia, fueron sus piernas, desde el borde de la bata hasta el suelo.

También recuerdo la clase, los taburetes que olían a madera manoseada y las mesas que brillaban de tanto rozar los codos. Y recuerdo, muy poco, a los compañeros que escuchaban las mismas palabras que yo, pero que, seguramente, las entendían cada cual a su modo.

Había diferencias entre todos nosotros: en la clase había españoles y morillos; pero, en contra de lo que pudiera parecer, no era la raza lo que nos hacía diferentes a los unos de los otros, sino que, a causa del deficiente sistema de escolarización del recién independiente Marruecos, ellos eran todos mayores que nosotros, tal vez sólo dos o tres años, pero, a esa edad, ocho centímetros de estatura son determinantes.

Nos ganaban en fuerza, en picardía y en casi todos los juegos de destreza o deportes; pero nunca hubo más de uno o dos que lograra correr tanto como yo, tal vez a causa del entrenamiento frecuente a consecuencia de mis retrasos en incorporarme a la fila. Apenas sabían leer; no estudiaban, y doña Conchita, aburrida, hasta dejaba a veces de preguntarles la lección.

A uno de ellos, no recuerdo su nombre, no podía denominársele como morillo, palabra habitual por la que designábamos a nuestros compañeros marroquíes, sino que era todo un morazo; alto —nos sacaba a todos más de la cabeza—, moreno y particularmente bruto que, aparte de no estudiar, se pasaba el tiempo haciendo la vida imposible al resto de los alumnos, fueran unos u otros.

Un día, entrada ya la primavera y con el calor insinuándose por medio de las impertinentes moscas que se pegaban a los cristales, el morazo aquel hacía de las suyas en un intervalo entre clases, frecuentes pausas en las que, ausentándose de la clase difícil y alborotadora, doña Conchita se reunía en los pasillos con sus otras colegas para hablar de recetas de cocina, chismes del provincianísimo Nador o de los planes para el fin de semana.

Estrenaba yo, aquella mañana, una nueva cantimplora fabricada con aquel curioso material transparente que se llamaba plástico y que nosotros denominábamos como plexi-glás o, simplemente, pasta; el recipiente era de un ligero color azulado que parecía hacer más fresca el agua que apestaba a vasija inadecuada. Mi compañero de al lado me dijo que tenía sed y, desenroscando el vaso que hacía las veces de tapón, tendí la cantimplora ultramoderna a aquel niño que, pese a ser marroquí, tenía mi misma edad, estudiaba y era mi amigo y, por lo tanto, quedaba automáticamente apeado en mi mente del tratamiento de morillo. Cuando, saciada su sed, ya me devolvía la cantimplora, el largo y negruzco brazo del morazo se apoderó de la cinta de transporte y tiró de ella, ante mis protestas.

Era tan alto que, con la cantimplora empinada sobre su boca de labios desproporcionados, yo no era capaz de alcanzar mi estreno de plástico.

Danzando al son de algunos amigos suyos que le jaleaban, el morazo fue vaciando, lentamente, aquel líquido precioso que, con su bonito color azulado y su horrible sabor a plástico, desaparecía dentro de él —aquel robo descarado era doblemente preocupante por cuanto sólo salíamos al recreo una vez, y la única fuente de agua potable quedaba más bien retirada de la zona de las aulas—. Ni siquiera subiéndome al pupitre logré recuperar lo que era mío, aunque tampoco lo intenté en demasía, sino que me quedé allí, mirando como el otro, al sonreír por su victoria o por mi escasa talla de cinco años, dejaba que se derramara el agua a ambos lados de su cuello, que a mí me parecía sin lavar desde hacía mucho.

Aquella mañana de primavera supe, lo recuerdo muy bien, lo que era el odio. Odio a aquel morazo que se bebía mi agua, a los demás compañeros que no me ayudaban; odio a mi impotencia, a mi corta edad y a doña Conchita, que no aparecía. No era odio racial —no me hubiera importado que mi otro compañero hubiera vaciado la cantimplora, siendo como era tan marroquí como él—, pero, desde entonces, aborrecí a aquel morazo con tanta inquina que llegué a desear su muerte y, por extensión, la de todos los otros que, como él, me superaban en edad y corpulencia.

ENTRE MAYO Y SEPTIEMBRE DE 1992

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