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Cosas de críos, por el escritor melillense Severiano Gil

Recuerdos de una infancia, escritos antes de que el paso de los años borrara para siempre su sabor

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La fábrica de harinas era un edificio moderno y cuadrado, de tres plantas, conformado con la arquitectura de manzanas situadas como con tiralíneas en el centro de Nador. La mitad del edificio correspondía a la propia fábrica, y la otra mitad eran viviendas de algunos empleados; aunque también estaba la consulta de un odontólogo, don Carlos, en el primer piso, justo al lado de donde yo nací. En el piso superior había dos casas más, una ocupada por el jefe molinero, y la otra, la más amplia, por unos curiosos hombres vestidos con uniforme de campaña verdoso que asombraban a todos por su comportamiento modélico. Tanto era así que, a pesar de ser más de una docena, jamás molestaban al resto del vecindario con su masiva presencia. Tampoco eran muy asiduos en el uso de las escaleras, limitándose uno o dos a salir para hacer diariamente la compra.
Todos aquellos hombres de uniforme que vivían en el piso de arriba me hacían carantoñas cuando, mientras jugaba en las escaleras, subían o bajaban con el correo o la compra; desde luego eran musulmanes, pero yo adivinaba una diferencia entre aquéllos y el resto de mis convecinos de la cábila de Masusa.

Un día, inadvertidamente, al encargado de la valija se le escurrió un papel al suelo; era un folleto con dibujos a color en el que yo nada entendía, pero recuerdo el espanto de mis mayores cuando lo vieron. Mi padre subió al piso de arriba, expresamente y quizás por primera y única vez, para devolverles el panfleto; y, durante todo el día, en la familia no se habló de otra cosa que del dichoso e incomprensible —para mí— cuadernillo; aunque yo era lo suficiente mayor para detectar la alarma y el extraño tono con el que los adultos pronunciaban las palabras peligro, argelinos, atómico y guerra.

Aquella troupe de soldados verdosos era, ni más ni menos, una célula de mando del FLN, el Frente de Liberación Nacional argelino que luchaba, clandestinamente y al amparo de Marruecos, contra la Francia colonialista y opresora.

Jugaba mucho en las escaleras; el pasamanos era largo, continuo y liso, de una madera que imitaba muy bien a la caoba —o lo era—. Claro que, durante los días lectivos, había que tener cuidado con aquellas manchas rojizas con forma de huevos fritos que los pacientes de don Carlos, el odontólogo, escupían cuando, camino de la calle, bajaban lentamente las escaleras con alguna pieza dental de menos. Había días en los que, al final de la jornada, había muy pocos escalones libres de escupitajos sanguinolentos. Pero, una vez cerraba la clínica, la limpiadora dejaba los suelos brillantes y apestando a desinfectante; y, entonces, aquello se convertía en un campo de juegos excitante por lo peligroso.

Ensayaba patinazos controlados sobre el pasamanos, saltos cada vez mayores de dos, tres y hasta cuatro escalones e, incluso, abría el portal y arriesgaba una escapada a la calle o a la acera de mi abuela María.

Una mañana que jugaba en las escaleras —debía de ser en vacaciones—, llegaron varias personas uniformadas de verde que no eran las usuales, y estas últimas se mostraban respetuosas y sumisas en extremo. También estaba mi padre en la puerta de casa, posiblemente como espectador curioso.

El que parecía ser el jefe, un individuo alto de rostro algo enjuto y cabellos entrecanos, al verme jugar por entre las piernas de los que subían los peldaños, se detuvo y me tomó en brazos, cambiando algunas palabras —creo que en francés— con el resto de los espectadores del piso, entre los que se encontrarían probablemente don Carlos y Antonio, el protésico dental.

Supongo que duró poco aquel intervalo de mis juegos en brazos de aquel hombre; después de unas palabras de cortesía, me depositó en el suelo y yo seguí a lo mío sin preguntarme quién podría ser el mandamás de los argelinos vestidos de verde.

Era Ahmed Ben Bella, jefe del FLN y artífice de la independencia de Argelia.

Un día, después de aquello, uno de los argelinos fue en busca de mi tío José, mecánico por más señas, rogándole que le hiciera un trabajo lejos de Nador y poniendo como condición que debía hacer el trayecto con los ojos vendados.

Mi tío accedió y, apenas a los dos segundos de sacarse la capucha negra con que le habían cubierto la cabeza, supo situarse perfectamente en las laderas del Oeste del monte Gurugú, que se alza entre Nador y Melilla. Allí, unas extrañas antenas y un par de cubículos en pleno monte conformaban una estación de radio clandestina del FLN —en suelo marroquí, por supuesto, y con la total connivencia de este país—. Se les había averiado un grupo electrógeno, y a mi tío le costó poco volverlo a poner en marcha, convenientemente reparado, tras de lo cual, cobró lo estipulado, se dejó encapuchar y lo devolvieron a Nador.

Pero, inevitablemente, comentó con varios amigos lo sucedido.

Uno de ellos fue Antonio, el protésico dental que trabajaba en la clínica de al lado de mi casa, y, mira por dónde, recientemente habían tenido unas palabras —el odontólogo y él— con los argelinos en razón a una carga de granadas de mano que representaban un verdadero peligro al estar almacenada sin ningún tipo de precaución.

No habían dado, a pesar de sus constantes muestras de amabilidad, ningún tipo de satisfacción en lo referente al asunto de los explosivos y, tal vez un poco inconscientemente, tal vez con toda la idea del mundo, Antonio comentó el tema a un miembro de los servicios de inteligencia españoles de Melilla, añadiendo, además, lo concerniente a la estación de radio situada detrás del Gurugú.

Nunca sabré si tuvo algo que ver la confidencia —Antonio es capaz de apostar a que sí—, pero al poco tiempo, un solitario avión francés bombardeó el emplazamiento de la emisora y, la alcanzara o no, ésta dejó de transmitir y se trasladó de lugar.

Lo cual me enseñó, aparte desear la compañía de los mayores por lo relacionada con aventuras sabrosas, que también había que tener cuidado con lo que se veía, se decía y se oía; claro que yo, en aquella época, ni me enteré del asunto.

ENTRE MAYO Y SEPTIEMBRE DE 1992
MELILLA

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