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Atril Cultural

La juventud: en el limbo y sin tótem (15 de julio, Día Mundial de las Habilidades de la Juventud)

Con la política me ocurre lo mismo que con la religión: no hay ninguna opción con la que me pueda identificar completamente o, según dicen ahora, “no me representa”, como si un líder mortal o una divinidad celestial estuvieran obligados a ser nuestro “community manager”. Cuánta pretenciosidad. En antropología lo llamarían el “tótem” de la tribu, con mucha más modestia.
Yo siempre he tenido muy claras mis coordenadas ideológicas, más en la siniestra pura que en la diestra, pero no hay ni una sola opción ni un solo líder que me convenzan. En el tema religioso esto es más sencillo, porque todo se reduce a una cuestión de fe (o eso me enseñaron en el cole) y, por lo tanto, nada ni nadie te tienen que convencer. O te lo crees o no. Allá tú. Allá tú cuando te toque ir al Más Allá. Lo de meter miedo en el cuerpo (y, sobre todo, en el alma, para quienes la tengan), es más eficaz que un insulso debate televisado y que el caprichoso IBEX 35, a los que no te crees ni por encíclica mediática. Además, en la cuestión religiosa, tenemos una alternativa muy socorrida, más incluso que el vestido negro de cóctel: el sincretismo. Si no te convence, quiero decir, si no te crees ninguna religión en particular, puedes mezclar, fusionar y acomodar varias religiones en general. Esto está genial, porque de la simbiosis resultante se te pueden quedar opciones muy creativas, originales y personalizadas (o “customizadas”, como dirían los modernos). Durante un tiempo, yo misma estuve tentada por el paleocristianoplatonismo-hindutaoísta, pero me causaba mucho estrés intentar cumplir con todos y cada uno de los dogmas (yo, cuando me pongo con algo, es que me pongo). Ahora el único culto que profeso es la incertidumbre pospandémica. Y “online”, por supuesto, para evitar aglomeraciones. No hay color, pero es lo que hay.

No obstante, el sincretismo es lo mejor. No hay nada como una buena sincretización, aunque en Melilla hay políticos (y políticas) que confunden el sincretismo con el salto en pértiga de un partido a otro y sin colchoneta debajo. Qué temeridad. Sin embargo, el sincretismo en política es impractible. ¿Teóricamente? Sí, tal vez. Puedes recopilar de acá y acullá; te pueden convencer una persona de un partido y otra persona de otro; te puede gustar solo una propuesta en casi todos los programas; aplaudes una acción de determinada persona a la par que aborreces otra decisión de la misma. Pero a la hora de votar, se vota únicamente una opción, discriminando así descaradamente a la ciudadanía sincrética y sin que ninguna ONG se pronuncie al respecto. En ninguna papeleta se verá la opción “Sincretismo político”, por mucho que se haya puesto de moda la expresión “Gobierno-Frankenstein”, así, a pelo, ignorando que Frankenstein es el apellido de Víctor Frankenstein, el médico de la novela escrita por Mary Shelley (hija de una feminista, por cierto), y no el nombre de la vil criatura, que permanece innominado en todo el texto. No entiendo cómo la RAE no ha salido ya al paso y ha recomendado el uso de “Gobierno-Víctor Frankenstein o El moderno Prometeo de Mary Shelley, hija de una feminista”. Imagino que será por la patraña esa de la economía lingüística. Anda que la RAE, de haber existido en los tiempos del César, se hubiera atrevido a decirle a Cicerón que aplicara la economía lingüística en sus Catilinarias (63 a.C.). “O tempora, o mores!”… Como diría una alumna mía, es para “quedarse de pasta de boniato”. A mí me gusta más el socorrido y sincrético “ojiplática”, porque la otra expresión me recuerda al inicio de un artículo de 2016 de nuestro académico Arturo Pérez Reverte, que de pura tontería prefiero no evocar. Pero al grano, que me vuelvo a perder.

Lo sé, lo sé. Se preguntarán por qué esta mujer no habla de temas realmente importantes, como el cierre de las fronteras, la no visita de SSMM los Reyes (se ruega guarden un poco el protocolo y no se olviden de la abreviatura SSMM), el problema del transporte o el acecho veraniego del coronavirus (según la RAE, en masculino, por favor; el femenino es para COVID-19, y con mayúsculas en todas sus letras). Pues no hablo de todas esas cosas por una razón muy sencilla: porque ya lo hacen otras personas, y algunas incluso hasta lo hacen bien (querido Pepe: tenemos que hacer ese “crossover”). Además, yo no necesito que me lean con fervor y voracidad porque no me dedico a esto (ni cobro por ello, ni engrosa mi currículum, ni me granjea amistades). Como docente, esto de la lectura (y las enseñanzas inherentes) mejor a largo plazo, para que cale bien, a diferencia de la inmediatez del dato efímero. Esto el gremio docente lo sabe muy bien (o debería saberlo).

Yo de lo quiero hablar es de la Juventud, ese grupúsculo tan olvidado por las serranías de la opinión pública y por los gurús de las redes sociales (siendo alguno, oh sorpresa, docente). La cuestión es la siguiente: la Juventud de Melilla está a tope indignada porque las autoridades sanitarias locales les han chapado el páramo de la fiestuqui. Dado que nuestros jóvenes se aglomeraban en demasía por ciertas calles para ingerir líquidos espiritosos y embriagarse con “vapores” (y no me refiero a la pipa de la paz de la tribu), poniendo en riesgo sus propias vidas y, de paso, las ajenas, las autoridades han decretado cerrojazo inminente. En resumen, que la Juventud anda mosqueada porque les han dejado en el “Limbo del Ocio”. Un drama.

Pero, vamos a ver, criaturas. Si es que tenemos que explicároslo todo, incluso cómo enviar un maldito correo electrónico. Veréis: la lozanía no es sinónimo de inmunidad ni mucho menos de inmortalidad. Esto lo entiende hasta mi gato. Quiero pensar que habéis malinterpretado la teoría de las “burbujas sociales” y las confundís con las del refresco que lleváis en las nada reciclables bolsas de plástico. Si de mí dependiera, os suspendía sine die (presencial y telemáticamente, por supuesto) por conducta “absurder” y pésima comprensión. Y luego, protestad en Instagram, si os place. Qué nostalgia tengo del Club de los cinco (John Hughes, 1985), de verdad…

De la muchachada te esperas este tipo de protestas, en su bendita inconsciencia y rebeldía “random” (aunque hay notables excepciones y es digno acordarnos a su vez de ellas). Pero escuchar y leer a gente adulta quejarse también de que han prohibido a nuestros jóvenes “el único ocio que tienen” [sic], porque “en el pub las copas son caras” [sic], es para quedarse, como mínimo, ojiplática, patidifusa, de pasta de boniato y sin RAE que nos recomiende absolutamente nada. El único ocio no puede ser ese al que tanto apelan jóvenes y no tan jóvenes.

Pero, claro, la culpa es nuestra. Es culpa de madres, padres, hermanos y hermanas mayores, de huestes políticas y tropas docentes. La culpa es de la gente adulta de la tribu. Llevamos la “subcultura de bar” tan en las venas que por inercia descartamos otras opciones y, para más inri, este pesimismo vital se lo contagiamos a la gente joven de la tribu cual virus pegajoso. Somos muy escasos, por ejemplo, los docentes que animamos (y premiamos) a nuestra juventud a acudir a obras de teatro, a visitar nuestros museos, a asistir a presentaciones de libros y conferencias, a disfrutar de un recital musical o poético, a conocer una librería de su ciudad, a disfrutar de una grata conversación en una cafetería sin “vapores” de por medio, a practicar más deporte, a crear mediante las artes o mediante las nuevas tecnologías (que ya no son tan nuevas), a conocer el patrimonio melillense, que es la mejor herencia que les podemos legar y un largo etcétera. No valen las excusas: son opciones en su mayoría gratuitas, así que menos lobos (y lobas). Además: ¿cuántas personas del gremio docente ves en estos actos culturales y de ocio? Luego les exigimos una excelencia que venga importada desde el código genético, cuando tendríamos que empezar por dar ejemplo a nuestra denostada Juventud. Y lo mismo puede decirse del resto de personas implicadas en la educación de nuestros jóvenes, desde las familias hasta los gurús cibernéticos. (Aunque hay notables excepciones y es digno acordarnos a su vez de ellas). No estamos sabiendo ofrecerles a la Juventud un buen “Sincretismo del Ocio”. Como Tótem, la gente adulta de la tribu hemos fracasado. No lo queremos ver, porque ningún sincretismo es fácil, pese a sus ventajas a largo plazo.

La espinosa cuestión, por tanto, no es que la Juventud se haya quedado en el Limbo del Ocio, que puede que lo esté, y más ahora en esta incertidumbre pospandémica; el problema es que está en el Limbo y sin un buen Tótem aún que la guíe y la represente. Porque un buen Tótem daría cohesión y fuerza a toda la tribu, en especial, a una Juventud en cuyas manos tendremos que dejar la supervivencia y mejora de nuestra ciudad. La excelencia debe residir estrictamente en el Tótem e irradiarla hacia nuestra Juventud, cual virus pegajoso. Pero un Tótem convincente, de los buenos y de verdad, no se fabrica milagrosamente. No es un acto de fe. Requiere de las manos de todo el mundo (manos docentes, familiares, políticas y de charlatanes gurús), en un sincretismo social sin excepciones.

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