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Columna cultural

CHUMINADAS (o disparates de una noche de verano)

Gentes de bien: tenemos la imperiosa y urgente necesidad de declarar en nuestra ciudad, de manera oficial vía publicación en BOME y con toda la pompa protocolaria que se requiere para tal acontecimiento, el Día Melillense de la Chuminada. Lo han leído bien: Día Melillense de la Chuminada. Lo estamos necesitando. Mucho. Y para explicarlo, seguiré con mis metáforas cinéfilas. “Me llamo Lester Burnham. Este es mi barrio. Esta es mi calle. Esta es mi vida. Tengo 42 años. En menos de un año habré muerto. Claro que eso no lo sé aún.” Así comienza American Beauty (1999, Sam Mendes), con la voz en off de un magnífico Kevin Spacey que no volvería a tener un guion decente en sus manos hasta la aparición de Frank Underwood y el
#MeToo.

La verdad es que todo aspirante a política que se precie debería hacer un doctorado en House of Cards (2013-2018) y Game of Thrones (2011-2019), con posibilidad al cum laude (locución en el latín del César para la máxima calificación posible, aunque el César no se doctorase en nada) si se incluye toda la saga sobre Haníbal Lecter. Pero dado que hay quien miserablemente piensa que todos los doctorados se van regalando por ahí, como los caramelos de las cabalgatas de Reyes, pues ya no sé yo. A mí, estudiar siempre me ha costado mucho dinero y el doctorado lo que más. Entre matrículas anuales, viajes a cursos y congresos dentro y fuera de la nación, reducciones de mi jornada y de mi sueldo, adquisición de libros en el extranjero, tarjetas de crédito achicharradas para comprar revistas científicas y académicas, el resguardo del título y el título en sí, “entre otros menesteres” y todo ello en cinco largos años, no comprendo cómo hay gente tan tontucia que se atreve a comparar una tesis doctoral con un caramelo, aunque este haya costado la friolera de cinco euros. A mí, el doctorado me costó tanto dinero, tanto esfuerzo, tantas enemistades, tantas lágrimas, tanto tiempo y tanta salud que, además del pedazo cum laude que me dieron, pienso que el título deberían entregármelo con incrustaciones de rubíes y zafiros. Como mínimo.

La cuestión es que rememoro esta cita de American Beauty no solo porque la peli ya ha cumplido 20 añazos, sino porque Lester Burnham, que desde el principio nos dice que va a morir, tiene la misma edad en la peli que la menda que les escribe. Se te ponen los pelos como escarpias o, para los más puristas, los pelos de punta. Es que de pronto parece que media Melilla ha estudiado filología y anda por ahí enrocada con un titánico dilema: ¿churras y merinas?, ¿churras y marinas?, ¿churros y merinas?, ¿churrinas?, ¿merinurras? Este crucial tema para nuestra ciudad exige inmediatamente un pleno de 72 horas y 30 vídeos de la líder podemita, por lo menos. Ah, y que se eleve el tema al Senado ipso facto y se olviden de todo lo demás, por favor, incluso del café que todavía no nos hemos tomado. Total, para lo que ya hacen…

En fin: que Lester Burhman tenía mi edad cuando la palma hace 20 años. Y estas casualidades te hacen reflexionar. Yo ando estos días dándole vueltas a un detalle intrigante: ¿no se han dado cuenta de que el número 20 está últimamente alcanzando el nivel de sacra cifra mágico-religiosa, como el 3 o el 7? Aunque tampoco me hagan mucho caso, que soy de letras puras. Al grano: American Beauty es un relato sobre la insatisfacción. De la insatisfacción consciente (y la felicidad inconsciente). También sobre el disparate. La semana pasada cerré mi artículo con un cadáver flotando en una piscina y su asesina descendiendo una escalinata, completamente enajenada. Más allá de si la intención de quien escribe era fabricar una pobre metáfora sobre cadáveres políticos y endebles ofrecimientos, la metáfora cinéfila es puro didactismo. Quien no entienda esto, que se vuelva a la escuela (y con la mascarilla puesta, por supuesto). La clave: Lester rompe con las cadenas de su insulsa vida a lo Daenerys Targaryen (¡dracarys!), se empieza a dedicar a los ricos placeres del arte de la chuminada y el disparate y concluye antes de morir: “Soy feliz.”
Hablando de mascarillas y disparates… Esos chavalotes de ceñida camiseta azul que deambulan por el paseo marítimo, “auxiliadores informadores” creo que los llaman (¿ninguna informadora auxiliadora, en serio?), parece que no han sido ni informados ni auxiliados en lo que al obligatorio uso de la mascarilla se refiere. Claro está que no deberíamos sorprendernos si luego hay inverosímiles individuos que califican como dictatorial la medida sanitaria… Se ve que no han leído Los desposeídos (1974) de Úrsula K. Le Guin (de nosotras nunca se acuerdan para los temas crudos, qué cosas). Yo, que me pongo la mascarilla para salir a correr desde el mes de mayo y, sobre todo, por (de)formación profesional, me vi el otro día obligada a recordarles a esos chavalotes la norma. No detallaré la infatuada reacción de estos jóvenes; solo les diré que lo primero que me vino a la mente fue “¡dracarys!” y luego, para poder aplacarme, rememoré El hombre sin atributos (1930-1943) de Robert Musil. Entiéndanme: una cosa es que el mes de julio sea “lectivo” para el gremio docente y otra ponerme a (re)educar con las Nike puestas y empapada en sudor.

Qué difícil es a veces esto de educar y qué poco valorado está. Por cierto, está muy bien que por fin los sindicatos hayan salido de su “zona de confort” y se hayan mojado de verdad con la espinosa cuestión de la vuelta al cole, que hayan apostado por el modelo semipresencial de la Dirección Provincial y que hayan usado una palabra raruna y antigua como “quimera”. Como filológa, poeta y profe, me alegro un montón, de verdad. No quepo en mí de gozo. Miren que han tardado los sindicatos en decidirse desde que conocían todos los pormenores in illo tempore, pero quiero pensar que su dubitativa indecisión se ha debido a la incertidumbre pospandémica y a nada más. A ver si así a madres, padres y tutores legales les da por asumir la realidad de una maldita vez, piensan en la salud de todo el mundo (incluida la del profesorado) y dejan aparcada su egolatría en doble fila para el próximo curso (¡¡dracarys!!). Pero de la vuelta al cole ya hablaré taxativa y ampliamente otro día. Lo prometo.

Lo cierto es que se puede educar de manera más eficaz que con una jornada de 547 horas. Pero hay que saber hacerlo y tener ganas. Ahora que parecen haberse puesto de moda el patrimonio melillense y sus fundaciones, me es inevitable retrotraerme al año 2011, cuando esta menda que les escribe abanderaba un pionero proyecto sobre patrimonio cultural en educación. Fue maravilloso realizar durante dos cursos académicos nuestra propia ruta literaria por Melilla la Vieja con nuestro alumnado, de 9 de la mañana a 2 de la tarde. Ahí están las hemerotecas, por si no me creen. El proyecto y la citada ruta se publicaron incluso en formato de libro en el año 2013 en Geepp Ediciones bajo el título “Sabores de Sidel”, en homenaje a unos versos de nuestro poeta Miguel Fernández, también patrimonial. Ni un solo individuo del Ayuntamiento de entonces nos hizo el menor caso. Pero, ya saben, nadie es profeta en su tierra. Y eso que la mejor forma de hacer pervivir nuestro patrimonio es a través de la Educación (después, si acaso, del Turismo). Desgraciadamente, los del partido que gobernaba en 2013 habían decretado que qué puñetas era eso de educar fuera de las hacinadas y lóbregas aulas, cosa de herejes y progres (ahora dirían “social-comunistas” sin saber siquiera lo que significa), y entonces se acabaron las salidas educativas de tantas horas. Causa mucha risa ver cómo ahora ese mismo partido se rasga las vestiduras a la par que desgasta los micrófonos de su sede y el teclado de sus móviles por “su” patrimonio. Ese partido no asume que es una gran verdad que los proyectos no pertenecen a nadie en particular, porque el patrimonio melillense es y tiene que ser de toda la ciudadanía melillense. De toda, todita. Otra cosa bien distinta es la propiedad intelectual individual. Ya me entienden.

Como ven, necesitamos el Día Melillense de la Chuminada. Se puede celebrar cualquier día del año, sin molestar el calendario semi-religioso y comercial de nuestra ciudad. Se podría celebrar incluso varias veces, por trimestres, como en el cole. Sería bueno para el turismo y destacaríamos en la UE, que a lo mejor así nos daba más limosnas. Y no estaría mal que se concedieran galardones, no sé, por ejemplo, a la “Mejor chuminada política del año” o al “Perfil en redes más chuminero” o a la “Rueda de prensa chuminosa de honor”. Aunque estaría muy reñido, francamente, tenemos tantas candidaturas… Nada que ver con la Medalla de Oro de la Ciudad. Aquí tengo muy claro que la merecen las chicas del Club de Fútbol Torreblanca, porque se estaría premiando un tres por uno: la Juventud como futuro, el Deporte como sano ocio y la Mujer por méritos propios. Y esto, desde luego, no sería ninguna chuminada. Soy feliz.

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