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La libertad de pensamiento

Decía el gran Francisco de Quevedo y Villegas, una de la cumbres de la literatura española de todos los tiempos, escribiendo sobre quienes gobiernan, entonces “los príncipes”: “Miserable suerte la de los príncipes, que, por buenos que sean, en tanto que viven, son más temidos que amados, y, como la salud, no son estimados hasta ser perdidos”.
Quizás al que fuera activo Rey de España con el nombre de Juan Carlos I, le suceda algo parecido a lo que la sentencia de Quevedo decía. Él sigue vivo y, más que temido, fue respetado e inviolable legalmente. Un manto de silencio crítico, una más de las normas, legales o no, que enjaulan a las personas, a la sociedad, le envolvió durante su reinado, largo período en el cual España pasó de la dictadura a la democracia y en ella, a trancas y barrancas durante ciertos años -los de ahora, por ejemplo- nos mantenemos, en parte porque él, desoyendo, como Ulises, cantos de sirena, apostó por la democracia en circunstancias muy difíciles.

Pero los rumores, los nuevos tiempos políticos y mediáticos, y, de fondo, su conducta personal, antes intocable, dejó de serlo y le forzaron a la abdicación, una especie de muerte funcional para un rey. Al abdicar, el manto de silencio protector se rompió totalmente y lo que le cayó a Don Juan Carlos fue un aluvión de ataques, animados por varios de los políticos socialcomunistas y separatistas, que ahora son multitud en España, ostentan gran poder y quieren terminar con la unidad española, de la que la Monarquía es, en buena medida, garante.

Fue precisamente una sirena, de nombre Corinna, cuyo canto sí oyó Don Juan Carlos, la que terminó de desencadenar la tormenta de la cual, a diferencia de Ulises, el Rey Emérito no pudo escapar. El drama, la epopeya, ha terminado, de momento, con el súbito abandono del territorio español por parte del monarca, una especie de destierro que a Juan Carlos I le debe de recordar, con tristeza, lo que les ocurrió a su abuelo, Alfonso XIII, y a su padre, Don Juan de Borbón.

En el afán de terminar con España y convertirla en “una nación de naciones”, como defendía el nefasto Zapatero -que bien se podía haber dedicado a sus zapatos, en vez de a desgobernar España- esta especie de maldisimulado destierro Real no es el fin de la historia, sino el primer obstáculo derribado por los socialcomunistas-separatistas para terminar con la unidad de España, vía el derrumbamiento de la constitucional Monarquía española. El siguiente obstáculo, ya mucho más expuesto, es el Rey Felipe VI. Un obstáculo que terminará también cayendo, si los socialcomunistas-separatistas que nos gobiernan siguen gobernándonos, algo que solo podemos evitar -votando y botándoles- nosotros, los ciudadanos, “We, the people”, como comienza el Preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos de América. Para conseguir botarles, o sea, echarles del Gobierno, nosotros, el pueblo, deberíamos cambiar la pasividad por la actividad, y no solo con la actividad de votar en las urnas, sino haciéndolo con criterio propio, no un criterio basado en la propaganda falsa, las tristemente famosas “fake news”, de las que tanto uso hace Pedro Sánchez. “La libertad de pensamiento fue el sello inmortal de la raza griega”. Con esa libertad cambiaron aquellos griegos libres el mundo y la historia.

A Montesquieu se le considera el padre de la división de poderes. En su libro “El espíritu de las leyes” definió que en una democracia representativa debe haber tres poderes independientes, que se controlen y equilibren entre sí: el Ejecutivo (el Gobierno), el Legislativo (el que hace la ley) y el Judicial (el que ejerce la potestad jurisdiccional). Si uno de los tres poderes, normalmente el Legislativo, nombra al poder Ejecutivo y, lo que es aún peor, al Judicial, no habrá separación ni división de poderes, “puesto que el poder de nombrar lleva consigo el de revocar”. A Montesquieu, un gobernante socialista, inteligente, Alfonso Guerra, lo declaró “muerto”. Pero si “muere” Montesquieu, como si “mueren” los filósofos griegos, lo que habrá muerto serán la libertad y la democracia. Y eso es lo que muchos de los que nos gobiernan pretenden.

No solo en España. También en Melilla, donde un día más que transcurre con este disparatado Gobierno de dos partidos enfrentados y un presidente sin carisma, sin partido, sin votos, este Gobierno popularmente considerado como corrupto, ineficaz y una maldición para la inmensa mayoría de los melillenses -excluyendo a los beneficiados por la corrupción- es un día más en el que nos hundimos en el abismo. Es difícil comprender cómo muchos de los militantes de CpM, del PSOE e incluso del PP, consienten, con su pasividad, que pase un día, y otro, y otro más sin atreverse a reaccionar, a decir en público lo que comentan en privado. Ni los calores y las vacaciones de agosto son excusas suficientes para consentir que este Gobierno siga malgobernando y destruyendo Melilla ni un solo día más.

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Enrique Bohórquez López-Dóriga

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