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MUCHO MÁS QUE SOLO BICI

Una mente maravillosa

Ciudades verdes y azules, ciudades sanas

El “Día de las Enfermedades Mentales”, que se conmemoró el pasado viernes, escuché a los responsables de dicha entidad mostrar y defender las necesidades en materia de prevención y tratamiento de este colectivo vulnerable. Solo los afectados y sus familiares, principalmente, amén del personal sanitario, conocen de primera mano todas las carencias que presenta este grupo social, al que quiero desde aquí sumar una nueva perspectiva en la mejora de la incidencia y tratamiento de esta terrible enfermedad.
En estos tiempos presentes, donde la salud ha tomado un protagonismo de primer nivel, referirnos a este término desde un punto de vista menos publicitado, pero igualmente necesario, como es la salud mental y su importancia en la toma de decisiones en los planes del desarrollo urbano, además de un acto de coherencia, creo que es, ante todo, un acto de responsabilidad.
Tal vez se sorprendan si vinculamos estos dos aspectos. Sin embargo, es algo fácil de percibir, aunque no tanto de demostrar, esta idea que tanto peso tiene en la toma de decisiones de los equipos técnicos multidisciplinares de los planes urbanísticos de cualquier ciudad, si queremos obtener un proyecto realmente resiliente de diseño social y urbano en la promoción y protección de la salud mental.
Podemos asegurar que una buena planificación urbanística mejora la salud de la población y minimiza el riesgo de padecer ciertas patologías mentales. Creemos, por lo tanto, que en el desarrollo urbanístico actual se deben tomar en consideración todas las disciplinas necesarias para que la forma de las calles, la misma altura de los edificios o el tamaño de las plazas y su ubicación no se conviertan en una barrera infranqueable en ese contacto de proximidad tan necesario entre las personas. Y que esta humanización del espacio prime por encima de otros intereses más “reglamentados” y socorridos por parte de nuestros responsables políticos, donde el espacio dedicado al vehículo privado o esa perspectiva tan obtusa de diseño urbanístico deje de perjudicar nuestro presente y futuro en términos de salud pública.
Por todos es conocida la influencia de la terrible contaminación medioambiental que sufrimos, donde nos son restados 2 AVP (años de vida perdidos) por ciudadan@, responsable además de 101 enfermedades, de las cuales algunas de ellas afectaban seriamente a la salud mental. Algo totalmente coherente si pensamos que el aire contiene decenas de agentes tóxicos ajenos a nuestra naturaleza y donde el mismo ruido engorda las cifras mortales en más de 8.000 personas al año solo en Europa. O esa voraz destrucción de los ecosistemas que nos sirven de barreras naturales, donde la importancia de los espacios azules y verdes urbanos son obviados sin ningún pudor.
Los problemas respiratorios, cardiovasculares o derivados de la obesidad o el sedentarismo son propios de la vida urbana, pero también lo son enfermedades como la depresión, la agorafobia o la ansiedad. Una proyección en el tiempo indica que estas dolencias se incrementarán en zonas de vulnerabilidad urbana si no se toman medidas.
La psiquiatra y profesora de la Universidad de Georgtown, Layla McCay, creó el pasado año el Center of Urban Design and Mental Health, un centro de diálogo interdisciplinar que trabaja el concepto de ciudades conscientes, el cual nos brinda la posibilidad de mostrar procesos urbanos hasta ahora invisibles, que dan como resultado la oportunidad de documentar procesos de diseño y planificación urbana.
Podemos, con la ayuda y análisis de esos datos, pensar que los expertos en arquitectura y planificación, junto con médicos, sociólogos y otros grupos de estudio, puedan buscar las claves para crear un entorno urbano que responda a las necesidades de las personas y fomente hábitos saludables. Se trata, según los expertos, de conseguir calles que no solo sean eficientes, sino que también sean sensibles al estado de ánimo de las personas y su entorno.
Debemos, además, comprender que el ser humano se nutre, de igual forma que se hastía, de los aciertos y errores en esa mejora de las relaciones sociales, siendo la necesidad de “vernos, charlar y compartir”, donde los planes generalistas, se llame PGOU, PMUS u otros de la más variopinta índole, deberán de fijar sus objetivos más ambiciosos.
Los urbanistas “actuales” señalan el carácter dinámico y cambiante de las necesidades sociales en el interior de las ciudades y como las actuaciones deben dejar a un lado el siempre presente punto de vista eminentemente constructivo, encorsetado y hormigonado, en esa excusa permanente que nace de la “ocupación replicante”, sin ninguna coherencia desde un punto de vista de la protección y promoción de la salud de las personas que la habitan.
Sería desastroso diseñar una ciudad donde sus ciudadanos se vean grabados permanentemente, ya no solo por razones obvias como la calidad del aire, el ruido, la accesibilidad, la cantidad de espacio público. O que incluso las tan necesarias comunicaciones personales sean pobres en calidad por falta de diseño o por propia indefensión, y donde las actuaciones urbanísticas necesarias no fueran observadas como una prioridad, al desarrollarse estas mediante una visión partidista y sesgada sin ningún vínculo emocional si quieren. No en vano, fueron las ciudades medievales aquellas que crecían a partir de la necesidad y el fomento de estas relaciones tan humanas. Son las que, aún hoy, nos sorprenden por su encanto, por su invitación permanente a “llegar y quedarse”.
Los que planifican las ciudades pueden conducir nuestra salud mental, señala Mc Cay, para quien la transitabilidad (posibilidad de trasladarse de un lugar a otro a lo largo de vías o parajes públicos) y la biofilia (es nuestro sentido de conexión con la naturaleza, cuya supervivencia depende de la conexión estrecha con el ambiente y de la apreciación práctica de las plantas y de los animales), son dos ejes que ayudan a crear ciudadanos felices, sociables, que viven en contacto con la naturaleza y que se sienten seguros. Ejemplos como el efecto positivo que tiene sobre la psique humana el mayor diámetro de las copas de los árboles donde, según un estudio reciente, reduce la criminalidad o la misma observación de la biodiversidad y su efecto beneficioso en nuestra salud,deberán ser objeto de atención y estudio.
En el Encuentro de la Universidad Menéndez Pelayo celebrado en Mahón en 2011, los ponentes reunidos bajo el lema “Urbanismo y Salud Pública. Planificación urbana saludable”, resaltaron la necesidad de que las zonas con naturaleza estén al alcance de los ciudadanos: el acceso a zonas verdes, que estén a una distancia a la que se pueda llegar a pie, reduce los niveles de cansancio mental. Se trata, según los expertos, de conseguir calles que no solo sean eficientes, sino que también sean sensibles al estado de ánimo de las personas y su entorno, en definitiva, ciudades biodiversas, “ciudades naturales”.
No podemos entender que estos expertos de los que dependen tales decisiones nos hablen del número de habitantes, de la cantidad de suelo urbanizable o empresarial, de perfectas carreteras o de infinitas líneas de aparcamientos, donde solo se plantean “valores métricos” por desarrollar, en esa calculadora matemática y deshumanizada que nos muestran los planos a multicolor. Sin embargo, no están presentes la búsqueda del abrazo amable del entorno urbano, esa la charla amistosa, “el llegar para quedarse” que despierta el desarrollo de esa “vida finita” en el interior de los barrios, ese observar de lo cotidiano que nos define como personas, esa vida entre los edificios que da sentido a nuestro entorno y coherencia a nuestras vidas.
Podemos apreciar fácilmente cómo un entorno urbano coherente con nuestra naturaleza se nutre de los espacios verdes. Cómo las zonas azules nos maravillan invitándonos a esa mirada “reflexiva” que adivinamos en los demás y que nos llama poderosamente la atención esa observación, esa experiencia que nos aportan los espacios de convivencia que promueve la salud mental y que aleja de manera decidida el aislamiento social, un monstruo que nos amenaza a todos por igual, donde la condición social, la edad o el género no son óbices para no ser presa de él. Así nacen algunos edificios en los que se aplican conceptos de psicología ambiental y neurociencia. Casos en los que se da mucha importancia a la incidencia de la luz y a la presencia de la naturaleza.
Para el catedrático de Urbanismo y Ordenación de Territorio de la Universidad Politécnica de Madrid, José Fariña, la zona verde actúa como remanso. En su blog recoge diferentes experiencias de análisis de paisaje urbano. Fariña señala que los espacios con vegetación en las ciudades deben planificarse para que la gente se sienta segura y la disfrute.
Además, apunta Fariña, las personas mayores -que muchas veces padecen soledad- encuentran en estos espacios un entorno para la sociabilidad que mejora su estado de ánimo. Y si la zona verde está próxima, a unos 250-300 metros, los niveles de estrés se reducen en un 20%.
Las ciudades actuales nos muestran, si somos observadores, que, al margen del inmediato frenesí que nos proporciona el ocio en ciertas ocasiones, no son lugares amables donde desarrollar nuestras vidas. Esos gigantes de asfalto y hormigón diseñados durante décadas con habilidad quirúrgica expulsaron hace tiempo la vida de lo pequeño, donde barrios enteros han sido engullidos por el discurso donde prima esa “necesidad de todos”, perpetuando ese abuso hacia la “fragilidad de unos pocos”.

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