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Atril ciudadano

La lacra del botellón y las fiestas privadas

Ya en un artículo publicado hace unos días criticaba con dureza el comportamiento de esos jóvenes que se han dedicado y siguen dedicándose a infectar, de manera alevosa y con nocturnidad, a la población. Según las estadísticas ofrecidas por las autoridades sanitarias, más del cincuenta por ciento de los casos de contagio en nuestro país, en esta segunda ola de pandemia, son debidos a este criminal comportamiento -sería demasiado generoso aplicar el calificativo incívico-, porque quienes han participado y siguen participando en esos actos nocturnos sin guardar las normas prescritas, sabían y saben qué es lo que hacen y son conscientes de lo que su comportamiento supone para la salud pública. Esas fiestas, tanto privadas como familiares, se han realizado intencionadamente causando graves perjuicios a la población, lo cual es reprobable. Porque no se puede entender que quienes participan en ellas lo hacen de manera inconsciente o debido a su inmadurez cognitiva. No. No se puede achacar al desarrollo hormonal juvenil ni tampoco a esa fuerza natural que caracteriza el comportamiento de esta problemática edad llamada pubertad, y menos aún atribuirlo a gamberradas propias de la misma. Por supuesto que no, porque todos esos jóvenes, la mayoría universitarios, ya han pasado esta etapa conflictiva y, además, saben qué es lo que está sucediendo en el mundo. ¿O es que alguien piensa que no están al corriente de lo que está ocurriendo? Por supuesto que lo conocen. Lo hacen con conocimiento de causa y alevosía, bien porque están frustrados con esta sociedad, bien porque no ven un futuro claro que satisfaga sus expectativas, o bien porque son incapaces de afrontar las vicisitudes que les impone la vida en sociedad. Pero sea por el motivo que sea, no tienen derecho a actuar de esa manera, porque el respeto es la base de la convivencia, y todos tenemos derecho a ser respetados y a vivir en paz, pero también debemos cumplir las normas impuestas, nos gusten o no. Además, quienes infringen las normas de esta manera, deben pensar que tienen familia, y la familia ha de ser respetada por encima de gustos, opiniones o conveniencias; y aunque en los tiempos que corren se hayan perdido los valores, los sentimientos, que son la base de nuestra esencia, nos atan a ella. Incluso creyendo que la familia nos ha dado la espalda y que ya no tenemos nada que nos una a ella, esa fuerza natural e inseparable nos recuerda su unión. Y es por esto por lo que no puedo entender el comportamiento de estos grupos juveniles que contagian tan alegremente sin sentir amor ni respeto por hermanos y abuelos y, lo que es aún peor, sin mostrar ningún sentimiento hacia sus progenitores, que les han dado la vida. ¿Cómo puede ser posible que haya individuos, que no personas, tan egoístas, tan malintencionados, tan huecos de mollera y tan despreocupados por lo que está sucediendo, que viven en semejante burbuja pensando solo en ellos, en satisfacer sus más abyectos deseos divirtiéndose, porque sus obtusas mentes son incapaces de pensar en los demás y sus corazones carecen de sentimientos?
No creo que existan muchas personas en este país que defiendan el comportamiento de estos jóvenes desequilibrados y pérfidos. Pero si alguno de los que lee este artículo los defiende y piensa que no tengo derecho a censurar tales conductas o llamarles de este modo, yo le preguntaría: ¿Qué sucedería si se enterase de que un ser querido ha fallecido contagiado por uno de estos grupos de descerebrados? Estoy seguro de que cambiaría de opinión y les llamaría también criminales. Pienso, pues, que estoy en mi derecho de hacer tan cáustica censura, porque esas conductas, execrables y dañinas, pueden contagiarme a mí y a muchos otros en cualquier momento.

Ojalá leyeran este artículo cargado de odio y desprecio todos esos que han causado muertes y desdicha entre la población española a sabiendas de lo que hacían. Y ojalá se infecten y sientan los efectos que sienten o que han sentido los contagiados por ellos, sabiendo que sus actos podían causar la muerte a muchas personas. Y ojalá padezcan las secuelas que padecen quienes han sido contagiados por estos criminales comportamientos y sufren con amargura la desesperación y el sufrimiento que causa esta enfermedad transmitida por ellos, solo por el placer de disfrutar divirtiéndose de manera tan absurda y con absoluto desprecio hacia las leyes y sin mostrar arrepentimiento por lo que hacen ni sentir compasión por los infectados. Ojalá que no vuelvan a ver la luz del día; que las tinieblas de la noche los envuelvan en la pútrida oscuridad que les protege y les proporciona la forma de vida libertina que estos paranoicos anhelan y a los que acuso de ser propagadores masivos del COVID-19.

Y con estas palabras de acrimonia, cargadas de inquina y menosprecio hacia los que promueven y participan en esas fiestas prohibidas, pido a las autoridades competentes que actúen con contundencia poniendo castigos ejemplares y efectivos para acabar con esta lacra, motivo de desdicha y desesperación en la población.

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