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La tribuna de Morad

Vivir… y contarlo

Una de las cosas que más me ha fascinado siempre del ser humano es su innegable capacidad para sobrevivir abstraído de la idea de la muerte. Sobrevivir, que no vivir. En algún momento, por algún extraño motivo, nos convencimos –o nos dejamos convencer– de algo tan absurdo como que la vida siempre podría esperar; porque siempre habría tiempo para dar otro paseo antes de partir; porque si «hoy» no era tiempo suficiente siempre tendríamos la opción del «mañana»; porque los planes a futuro eran una buena excusa para limitar el destino improvisado de nuestras vidas; porque la intención precedía (y a veces castigaba) a la acción; porque éramos tan ingenuos que creímos ser los únicos arquitectos de nuestra existencia; y, sobre todo, porque creíamos que vivir no podía ser tan urgente. Jamás quisimos entender que lo más urgente de la vida era, precisamente, vivir. Expertos en confiar la indescriptible oportunidad de vivir a nuestras difusas sombras del futuro como quien apostaba todo al rojo aun a sabiendas de que el azar solo se vestía de negro. El ser humano es así, nos guste o no; la incorreción más natural de lo perfecto. Tan predecible como inalterable; tan ansioso por vivir como falto de fuerzas para conseguirlo. De todas las creaciones el ser humano es la más desafiante para la lógica y la razón; tan diseñado para vivir y tan poco empeñado en hacerlo de verdad. Una gota de agua que se siente profundamente segura en la inmensidad de un mar dolorosamente seco.

Carne de cañón; vivíamos concentrados en esa extraña lucha por conquistar una vida que no podríamos disfrutar sino una vez consumida, y aun así éramos capaces de seguir creyendo que todavía tendríamos tiempo suficiente. «¿Cuánta vida cuestan nuestros sueños?», me pregunto ahora, constantemente, desafiando a mi conciencia. Ordenamos nuestras prioridades como quien decide confiar exclusivamente en sus enemigos para ganar la batalla; armados para la conquista del tiempo a base de palos y piedras frente a titanes de acero, sin la más mínima esperanza pero con mucho corazón. Un tablero de ajedrez que vive en constante jaque y al que el reloj no le importa lo más mínimo. Desahuciados existenciales que hipotecan su presente por el sueño de alcanzar un futuro de cristal. Ese, y no otro, es el verdadero anhelo de los justos; el esperanzador olor de la paz para aliviar el dolor de una vida en constante guerra. Y aun así aquí seguimos, impasibles; tan abstraídos de la muerte que no somos capaces de ver que la vida se apaga. Porque quizás supiésemos que la vida no duraría para siempre pero no era posible imaginar que vivir fuese tan urgente. Porque no hacía falta que un mal durase cien años para saberse sin fuerzas suficientes para aguantarlo.

Este último año nos ha enseñado tantas cosas sobre la vida que quizás necesitaríamos vivir varias seguidas para poder entenderlas todas. Porque el ser humano aprende así, a razón de golpes que moldean cuando no destruyen. Y es que ahora, a plena luz del día de un nuevo año, es cuando empezamos a entender que lo importante no era vigilar el curso del fuego sino advertir que la vela se estaba consumiendo. En el profundo dolor del silencio empezamos a entender que lo importante quizás no fuese la conversación sino la voz en la que vivía el mensaje. En el atroz desamparo de la soledad empezamos a entender que lo realmente valioso era el calor de un abrazo y el consuelo de una sonrisa; es el curioso arte de sanar el alma con pócimas de bondad humana. Porque, ahora sí, después de comprobar la fragilidad de la vida empezamos a entender que lo más urgente es vivir; hasta el último día, como si «hoy» fuese el principio y el final de un mismo libro que no podemos dejar de leer porque nunca acaba. Es momento de aceptar que solo somos lo que realmente vivimos y que el «mañana» quizás no cuente con nosotros nunca más.

En un año indescriptiblemente difícil en el que hemos sufrido la pérdida –demasiado temprana– de muchos de nuestros seres queridos la promesa al cielo no puede ser sino solo una: vivir intensamente hasta el final, con todo lo que ello conlleva. Vivir día a día sin conceder mucho crédito a la expectativa de un futuro incierto. Por el amor y el recuerdo de todos aquellos que la pandemia nos ha arrebatado, y por aquellos otros que han sido convocados demasiado pronto para unirse a los huéspedes del cielo. Allá donde estén, que la tierra les sea leve y descansen en paz. Allá donde estén, que nos guíen a los que aún tenemos que asumir el difícil desafío de vivir. Allá donde estén, que nos esperen. Allá donde estén, siempre con nosotros y nosotros con ellos.

Ojalá este nuevo año la vida nos deje vivirla de verdad y nos devuelva todo lo que nos ha negado durante estos últimos meses. Ojalá este próximo año sea el principio de un mundo de personas ayudando a personas.

Soñadores, ahora o nunca. Es momento de vivir… y contarlo.

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