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Ideas y personas, la mejor inversión del mundo

Siempre he pensado que las ideas son como las personas; a lo largo de nuestra vida podremos descubrirlas mejores o peores, en mayor o en menor cantidad, pero lo natural es que siempre necesitemos a ambas por igual. Es una cuestión de supervivencia; aunque sea cierto —al menos teóricamente— que se pueda vivir sin las dos o sin cualquiera de una de ellas, la realidad de las cosas es que vivir sin su compañía es infinitamente más difícil que hacerlo con ellas. No nos engañemos: a día de hoy no existe nada más remoto que una existencia solitaria en un mundo tan superpoblado como el nuestro; nada más triste que la vida de alguien sin ideas ni personas que alimenten su alma. A lo largo de nuestra vida conoceremos a todo tipo de ideas y personas; habrá varias de las unas que nos harán mejores que las otras (y viceversa); habrá otras que nos gustarán más que las unas; es algo tan cierto como que las otras y las unas nos representarán más que algunas otras… y así todo el tiempo. Es incuestionable que las ideas y las personas son el activo más volátil del mundo, pero eso no niega que la correcta combinación de ambas pueda ser la mejor inversión de nuestra vida. Porque ese, y no otro, es el verdadero unicornio del tradeo existencial; buenas personas que crean en buenas ideas. Por separado, las unas y las otras pueden cambiar el mundo; juntas, ambas llevan haciéndolo desde el origen de los tiempos. Nada más efectivo para combatir las sombras de la incertidumbre del futuro. Nada más necesario para la supervivencia del presente. Buenas ideas y buenas personas; buenas personas con buenas ideas. No sé el resto, pero yo aceptaría gustosamente todos los riesgos de la inversión: «All-in», y sin miedos.
Como siempre, el problema de esa ecuación está en la desproporción entre lo que existe y lo que se considera necesario. Y se dice así porque tan importante es encontrar buenas personas con buenas ideas como lo es evitar a malas personas con malas ideas. En ese hipotético escenario el objetivo sería tan inalcanzable como lo es la victoria en una partida de ajedrez que enfrenta a legiones de alfiles blancos frente a un ejército de reyes negros. Un continuo jaque mate en tierra de nadie. Una quimera en manos del azar; ni sí ni no, porque nunca sabríamos qué decir con la certeza suficiente. Un riesgo fatal e inevitable en cada movimiento. Un continuo esfuerzo por alcanzar la cima del descanso sin cronómetros que nos guíen en el tiempo.
De todo lo malo lo bueno es que las ideas mutan; las personas, normalmente, no. Y ese es el argumento más optimista del relato; por fortuna, las ideas son más moldeables que las personas. En un universo de alegorías, las primeras son el metal y las segundas el herrero; porque las ideas están forjadas por personas en las fraguas del pensamiento. El único problema de lo anterior es que en la vida hay tantas herrerías como ideas. Sirven todas; incluso las más censurables. Si hay quienes las compren, las ideas pueden llegar a movilizar a cientos de legiones de alfiles. Sean buenas, muy buenas, o sean malas, muy malas; desde el concepto de la propia idea hasta su valor como producto “apto para la venta al público” por la finalidad que persigue. Las primeras de ellas (las ideas buenas) hay que comprarlas, y las segundas (las ideas malas) se venden solas. Esto último tiene que ver con las teorías de costes de producción; hace falta tan poco para crear ideas malas que siempre las encuentras en stock. Porque las ideas buenas requieren esfuerzo, talento y sacrificio, mientras que las ideas malas solo necesitan voluntad, y por eso las últimas no se acaban nunca. Las ideas malas están en la sección low cost del universo intelectual; ese mercadeo en el que nacen las políticas que incitan al odio o la división; los reality shows de Telecinco; la peluca de Trump; las canciones de Kiko Rivera y otras muchas cosas que la humanidad habría agradecido no ver ni escuchar jamás. Para estar en los escaparates de esa sección no se exige formación, ni valores, ni principios; cualquiera es apto para crear ideas, exponerlas y venderlas. Así, la ecuación es sencilla: las personas buenas tienden a crear buenas ideas, y las malas se limitan a intentar dinamitarlas. Por eso siempre se ha hablado de empeñar más esfuerzo por crear un sistema más justo, mejor estructurado; no tiene que ver con el progresismo —que también—, sino más bien con el propósito de crear un mundo más humano. Porque las buenas ideas construyen, y las malas destruyen. Tan simple como eso.
A finales del pasado mes de enero, en unas jornadas sobre «La tecnología como medio contra la pobreza» en el marco del Plan Estratégico de Melilla 2029, tuve ocasión de escuchar a mi estimado Jamal Toutouh y a Mimon Mohamed Si Ali. Dos herreros de buenas ideas; muy humanas, sobre todo. El primero de ellos, una de las mentes españolas más brillantes del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT por las iniciales de su nombre en inglés; Massachusetts Institute of Technology); el segundo de ellos, el guardián custodio de cientos de ángeles de alas quebradas (actual Director General del Menor y Familia de la Ciudad Autónoma de Melilla). Ambos, melillenses orgullosos de su tierra. Quienes conocen la historia de Jamal y Mimon saben que hablamos de dos escaladores existenciales en la modalidad sin cuerda o solo integral; parafraseando a Henry Clay, de dos auténticos «self-made man». Jamal y Mimon podrían ser la viva imagen para representar un documental sobre el sueño americano en territorio español; nadie les dio nada más que motivos para conseguir por sí mismos lo que se propusieran en la vida. Sin apoyo institucional ni el debido respaldo de quienes estaban llamados a garantizar la protección de los más necesitados de ayuda; Jamal y Mimon escalaron la montaña de la vida, desniveles incluidos, hasta llegar a la cima a la que solo llegan aquellos que pueden mirar con orgullo el camino recorrido. Dos valientes con convicciones hechas a prueba de decepciones.
En aquellas jornadas, en el marco de su intervención, ambos apuntaron la necesidad de reforzar la convicción de una idea más que necesaria en los tiempos que vivimos: “no hablemos de ayudas sociales sino de inversión social”, decían literalmente para defender la necesidad de proteger a colectivos vulnerables que han estado en situación de abandono institucional durante décadas. Y yo, personalmente, no podía estar más de acuerdo. Hablar de ayudas sociales podría invitar a pensar que estamos ante gestos o actos caritativos por parte de las autoridades públicas a favor de personas en situación de necesidad; y, humildemente, creo que esa interpretación sería manifiestamente errónea. Principalmente, porque entenderlo así es lo que históricamente ha permitido la creación de difusos núcleos de poder político desde los que, bajo la falsa creencia de ser inmunes a la voluntad del pueblo, se han ido construyendo grandes puentes entre diferentes clases sociales que no han hecho sino acentuar más aún las diferencias entre los unos y los otros; y, en la misma línea, porque concebirlo de aquella manera sería tanto como afirmar que el erario público pertenece en propiedad a las autoridades que lo gestionan y que quien está en desigualdad respecto a otras personas o colectivos habría elegido estar en esa situación por voluntad propia. Porque tan importante es descifrar el problema como lo es no desviar la atención del mismo. Las cosas no pueden ser y no ser al mismo tiempo.
En el cien por cien de los casos el ser humano se abre paso a la vida de la misma forma, y es curioso porque, en un porcentaje tristemente similar, es la última vez que la vida nos trata por igual. A estas alturas de la historia es evidente que hemos dado por bueno aquello de que todos somos iguales, pero unos más iguales que otros… y no es justo. En realidad, es tremendamente injusto. No hay nada más natural y democrático que la igualdad; por tanto, si realmente somos quienes decimos ser –como sociedad avanzada del siglo XXI–, hemos de hacer lo posible por preservar esa igualdad natural que, ya desde nuestra primera bocanada de aire en esta vida, nos recibe en iguales términos y condiciones. Porque nuestro lugar de nacimiento, nuestro idioma, nuestro nombre, nuestras convicciones religiosas, nuestra desorientación política –se dice así a conciencia–, nuestras ideas y nuestro entorno socio-familiar influyen desde el primer minuto de nuestras vidas. Para bien o para mal, pero influyen. Por ello, la misión de todos (en especial, de quienes creen ser capaces de dirigir y gobernar –algo por contrastar aún–) pasar por garantizar esa igualdad natural, ya sea mediante políticas de acción que permitan conservarla o, en su caso, mediante inversiones sociales en personas que permitan corregir cualquier mínimo desvío de esa igualdad que nadie debería poder negarnos u ofrecernos con condiciones a modo de rescate.
No deberíamos hablar de ayudas sociales sino de inversiones sociales; porque el mejor activo del mundo son las personas y no hay mejor retorno de la inversión que una sociedad de buenas personas con buenas ideas.

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