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MUCHO MÁS QUE SOLO BICI

Melilla, la Ciudad Cangrejo

La adaptación al medio natural que nos rodea es un proceso fisiológico, rasgo morfológico o modo de comportamiento de un organismo que ha evolucionado durante un periodo mediante la selección natural, de tal manera, que incrementa sus expectativas a largo plazo para reproducirse con éxito. Esa sería la definición académica más purista, aunque algunos fisiólogos utilizan el término adaptación para describir los cambios “compensatorios” que ocurren a corto plazo en respuesta a “disturbios medioambientales”, siendo estos disturbios a corto plazo, los que serán objeto de mención en este artículo.
Esa capacidad de adaptación que mencionábamos antes es inherente principalmente al sector más joven de nuestra sociedad. No en vano, “la chavalería” presenta unas aptitudes mecánicas y fisiológicas que nosotros, los más maduritos, hemos perdido de forma irremediable con el pasar de los años, si bien es cierto que algunos de esos maduritos retrasan este hándicap permanente, con perseverancia y duro entrenamiento, en esa lucha constante contra la degradación de nuestras capacidades.
Nuestra ciudad actual, a través de un diseño urbanístico deshumanizado y carente de una visión integradora de los distintos “grupos físicos” que nutren nuestra sociedad, fuerzan a que los ciudadanos, sean del nivel social que sean, se vean obligados a modificar su “natural bipedestación” en favor de otros movimientos menos lógicos, a la par que curiosos, donde podrán sorprendernos en ese uso constante de la morfología de nuestras calles, invadidas por “un diseño antinatural”, obligándoles a un proceso adaptativo permanente.
No podemos sorprendernos cuando vemos a un peatón con unas características mecánicas perfectas forzando el caminar entre “bastidores” (los coches), esquivando todo lo que se le pone por delante, mostrando toda su habilidad con giros, quiebros y un movimiento de piernas lateral. ¡Bendita adaptación, qué maravillosa naturaleza! Ese brincar permanente logra unos beneficios físicos y mentales aún sin valorar. Podríamos decir que un entorno urbano agresivo promueve una “selección natural” digna de encomio. Tal parece que ese es su objetivo, a tenor del diseño de las calles de nuestra ciudad, donde sin embargo, los llamados “radicales”, proponen otra idea mucho más revolucionaria; “un espacio público es bueno, cuando en él ocurren muchas actividades no indispensables, cuando la gente sale al espacio público como un fin en sí mismo, a disfrutarlo” (Jan Gehl, Arquitecto y Catedrático de Diseño Urbano). Dejo a la reflexión de cada un@ qué escenario le parece más interesante para el desarrollo de sus “capacidades”.
La gente se siente atraída por la gente. Se juntan deambulan con otras personas y tratan de situarse cerca de ellas. Las nuevas actividades empiezan en las proximidades de los ya está sucediendo (Jan Gehl).
El problema surge cuando tienes un cuerpo castigado por el pasar del tiempo, forzado a desplazarse en silla de ruedas, con un bastón, andador o unas rodillas ya ajadas, que impiden ese brinco tan oportuno a día de hoy exigido, ya sea atravesando aceras en mal estado, invadidas por coches, obras o cualquier miscelánea que se les ocurra.
Cuando formamos parte del grupo social de las capacidades físicas mermadas, nos damos cuenta de que son muchas las barreras que se interpondrán en ese desplazamiento peatonal tan publicitado, pues nos encontramos con la desazón que te invade cuando, a pesar del enorme gasto público que observamos en la constatación de grandes obras, el mantenimiento de las mismas, aunado con un diseño poco inclusivo, parece no formar parte de la responsabilidad de ningún ente público. Dichas “actuaciones urbanísticas” no cambian ni un ápice tales demandas. Al contrario, las vuelve más insidiosas y molestas. Que calles del Barrio Tesorillo, ya asfaltadas hace años, carezcan de un simple paso de peatones, permitiendo a los de siempre estacionar impunemente en zonas NO habilitadas para ello, ya no sorprende a nadie.
En la observancia de nuestra bendita ciudad realizada a vista de pájaro, parece como si una larga lista de caminos la recorrieran con el único fin de desplazarnos lo más rápidamente posible del punto A al punto B, perdiéndonos con ese obsesivo objeto de deseo, en ese “llegar”, otro más interesante: el disfrute de caminar, ver gente, estar con gente disfrutar de las experiencias que nos deben de aportar “los viajes”. Ese desplazamiento que, aunque nos parezca anodino, es siempre dinámico, pues la sociedad en la que vivimos se sostiene en un movimiento constante, un movimiento mucho más observable desde cualquier medio “no motorizado”. No en vano, las ciudades y sus entornos no están hechas para ser disfrutadas desde un “vehículo motorizado” y sí caminado o en bicicleta (siempre que se les dé una oportunidad) y donde la ciudad moderna se presenta en la actualidad como un medio para una “manera de vivir” siendo mucho más interesante verla, como un medio para una manera “más feliz de vivir” (Jahn Gehl).
Para que la adaptación morfológica exigida hasta hoy no sea necesaria, se debe poner encima de la mesa lo que realmente importa en términos de movilidad, “la protección de los grupos vulnerables”, un término que, en nuestra ciudad, corríjanme si me equivoco, es claramente difícil de observar. Mi experiencia personal (soy un gran observador) me muestra cada día cómo los peatones (todos somos peatones) hacen la lucha por su cuenta, cada uno intenta con más o menos tino valerse de sus capacidades, esas que nos abandonarán de forma irremediable (todos seremos discapacitados algún día) y que nos forzará más allá de nuestras habilidades físicas, llevándonos a fracasar en forma de caída, atropello, golpe o cualquier “incidente casual” que nos esté esperando apenas bajemos la guardia. Como aquella señora del Barrio de la Libertad que se calló en un “paso de peatones” en la calle Altos de la Vía debido a que, aun a pesar de estar recién pintado, se observaba el mismo agujero que la tiró años atrás. O esa otra, de avanzada edad, reclamando que el mal estado de la calzada en el barrio de Fuerte de San Miguel la tiró al suelo impunemente (esta señora “caminaba por la calzada” porque las aceras de ese barrio son impracticables, pues desaparecen a la vista, no por su extensión, sino por su “deformación hacia lo inútil”). Este y otros despropósitos presentan un escenario “complicado” para desarrollar esa “movilidad útil” que algunos defendemos.
Muchas son las oportunidades que tenemos para hacer las cosas bien, solo debemos de ser observadores de esos grupos de edad en su caminar diario, en sus necesidades de descanso, de sombras. La idea más sencilla que se me ocurre sería “hacer el viaje lo más agradable posible” para que esas experiencias positivas las animen a repetirlas en el tiempo. No podemos pretender mejorar la salud de nadie si las principales capacidades físicas que nos definen no son desarrolladas permanentemente (resistencia, flexibilidad, fuerza y velocidad), y esto solo será posible a través de una vida activa, dinámica y social, en un escenario urbano inclusivo.
En una Ciudad Sport Capital es difícil entender cómo la infancia presenta cifras récord en obesidad, o que el persistente sedentarismo haga merma en nosotros a cada minuto. Nadie en su sano juicio comprende que estas “dinámicas de lo inmóvil” permanezcan actuales. Las consejerías responsables en materia de políticas urbanísticas deberán aunar esfuerzos en el desarrollo de lo válido para que “la Ciudad Cangrejo” desaparezca, dando cobijo a una salud que se nos escapa a cada minuto, a partir de una propuesta más humana y sociabilizadora del entorno urbano al que podemos tratar como un tesoro digno del mayor de los cuidados. O como un espacio frío llenado sobre plano. Todo dependerá de la humanidad que cada uno atesoremos y de esa capacidad empática tan necesaria, con los grupos sociales menos afortunad@s.
“Cuando una experiencia espacial significativa es compartida por un número de personas, es la génesis de un espacio público” (Fumihiko Maki).

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