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CARTA DEL EDITOR

No se puede seguir así, o el síndrome de Estocolmo social

Lo que le extraña a Francisco Bohórquez, porque verdaderamente es muy extraño, es que los ciudadanos sigan esperando que los políticos les solucionen sus problemas. / Hoy la sociedad ha caído presa de un fortísimo Síndrome de Estocolmo que la lleva a considerar legítima casi cualquier intervención -o robo vía impuestos- que acometa el Estado / Lo que llama poderosamente la atención de los discursos de Julián Besteiro es su elevado nivel intelectual, tan diferente de lo que hoy acostumbramos a oír y ver en nuestros ¿representantes? políticos. “Y a ellos, ¿quién les castiga?”, artículo de Francisco Bohórquez el miércoles. Ellos, son los políticos. Lo que le extraña a Francisco, porque verdaderamente es muy extraño, es que los ciudadanos sigan esperando que los políticos les solucionen sus problemas. Y, ahorrándome trabajo y tratando de encontrar una buena explicación a lo que Francisco pregunta, reproduzco el artículo que escribí el 5 de julio de 2017 (hace casi cuatro años) con el título, muy explicativo, de “El síndrome de Estocolmo social”:
“A propósito de la polémica desatada por el auge de los populismos conviene recordar que: «El prerrequisito esencial para alcanzar un Estado mínimo es que la sociedad desee alcanzar ese Estado mínimo; no es función de los políticos imponer sus programas de reforma a las convicciones de la población, sino que debe ser la población la que exija y reclame la retirada del Estado» (José Ramón Rallo, en su libro Una revolución liberal para España).
Determinar el catálogo de propiedades privatizables y facilitar la constitución de nuevas empresas en aquellos sectores que estén siendo privatizados. Son esos, dos pasos imprescindibles para pasar de un Estado máximo (como es el caso, el caso extremo, en el que la administración pública copa aproximadamente -ahora ya más- el 80% del PIB y regula, directa o indirectamente, el otro 20%) a un Estado mínimo, que ocupe alrededor del 5% del PIB. Es muy difícil, aunque sería posible y deseable, llegar a ese nivel, a ese 5%, en un país como España, pero, además de ser un objetivo más que deseable, además de ser -vista nuestra actual situación- casi imprescindible, «no lo veremos, no porque no sea factible iniciar de inmediato una gradual transición hacia el Estado mínimo aquí bosquejado, sino porque, a día de hoy, la práctica totalidad de la población no lo aceptaría, bien por ceguera ideológica, bien por intereses oligárquicos». Lo entrecomillado es del mismo libro de José Ramón Rallo, quien añade una muy acertada e inteligente reflexión: «Hoy la sociedad ha caído presa de un fortísimo Síndrome de Estocolmo que la lleva a considerar legítima casi cualquier intervención -o robo via impuestos- que acometa el Estado -que es la organización política basada en la institucionalización y sistematización de la violencia-, cuando lo razonable sería que, por principio, la sociedad considerara ilegítima casi cualquier intervención violenta». El objetivo, el ideal -sin ideales, la vida pierde sentido- debería ser el de «desterrar toda forma de coacción institucionalizada de nuestro sistema de organización social», el ideal es poder vivir en una sociedad libre, ser y sentirnos libres, poder desarrollar nuestras capacidades.
El desarrollo, ese desarrollo para el que tantos, cada vez más, estamos trabajando intensa y, en muchos casos incluso desinteresadamente, no es un fin en sí mismo, sino una consecuencia del ejercicio de la libertad de los ciudadanos, de la lucha por quitarnos las cadenas, algo que pasa por liberarnos de ese Síndrome de Estocolmo pro estatal, pro administración pública, que nos atenaza y, como se puede comprobar con toda evidencia, nos empobrece, moral y materialmente”.
Lo que dije cuatro años atrás no solo es válido hoy, sino que es, con toda evidencia, incluso mucho más válido que antes, en un mundo al borde de un cambio sistémico, que traerá consigo un enorme cambio de modelo económico, como escribe Santiago Niño-Becerra en su libro “El crash, tercera fase”, una aproximación al capitalismo, “el sistema económico que ha producido más prosperidad y desigualdad en el mundo”, una Tercera Fase que “consiste en ser consciente de que no se puede seguir así”, en una situación en la que, en un país como el nuestro, cada español, incluidos los recién nacidos y los moribundos, nace con un débito de más de 25.000 euros de deuda pública. En la Tercera Fase, añade el economista Niño-Becerra, “la influencia de la política será cada vez más marginal” -ojalá sea así- y se va a pasar del concepto de trabajo indefinido al de trabajo temporal, la tecnología y la robotización seguirán invadiéndolo todo, habrá que adoptar una renta básica para toda la población, el mantenimiento de lo políticamente correcto será cada vez menos importante y la -según él- inevitable revolución del sistema capitalista puede llevar a la desaparición del Estado y a su sustitución por “un conjunto planetario de corporaciones”.
¿Ciencia ficción? Puede ser, pero quizás más ciencia que ficción. No creo que a Niño-Becerra le suceda lo que a Krugman, Varoufakis o Piketty, tres de los más conocidos representantes de un selecto club de gurús económicos progres en el que, más que por sus ingeniosas teorías, destacan por sus fallidas profecías.

Posdata
Me prestan un pequeño y viejo libro con los discursos pronunciados en el Parlamento español por el diputado socialista Julián Besteiro, los días 3, 4 y 10 de noviembre de 1921. “El partido socialista ante el problema de Marruecos”, es el antetítulo del pequeño libro. Mas allá de sus tesis, que ya tendré ocasión de comentar, lo que llama poderosamente la atención de los discursos de Julián Besteiro es su elevado nivel intelectual, tan diferente de lo que hoy acostumbramos a oír y ver en nuestros ¿representantes? políticos.

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Enrique Bohórquez López-Dóriga

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