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El rincón de Aranda

Caracoles, cine, y bollos

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Yo me acuerdo de entonces, en aquéllos años cuando los días eran azules, en los años grises y tortuosos de la dictadura, y los chaveíllas de mi edad íbamos al "Agarraero", y a la "Piedra Ahogá", en los Cortados, a arrancar mejillones de las rocas, que nos comíamos en la misma lata donde los asábamos encima de tres piedras; y también a la "Boca del León", a lanzarnos desde el "colmillo" o desde la "melena". Cuando al atardecer, después de la sesión de cine, que veíamos desde el gallinero, -mi padre decía "La Cazuela" o "Paraíso"-, con el insoportable olor a sudor de los que apenas se lavaban, y la escandalera propia, cada vez que había una escena un poquito subidita de tono sexi, o algún guarro del asiento de atrás que te escupía las pipas, o simplemente el clásico cabrón que te echaba un lapo en el cogote. Algunos, íbamos hechos unos pinceles, de reestreno con unos flamantes pantalones largos, heredados de nuestros hermanos mayores, que primorosamente habían sido arreglados por nuestras madres y hermanas mayores, que entonces casi todas eran sastras, modistas, bordadoras y expertas cocineras de potajes muy nutritivos, y la preparación de bollos con aceite y azúcar, en los desayunos y las meriendas. Eran los tiempos en que la inocencia de los jóvenes, con respecto a la desinformación sexual campaba en todo su absurdo esplendor: "como te la toques mucho te quedarás ciego"; cosa que ahora más de uno pertenecerían a la ONCE. En los bailoteos veraniegos de pik-up en patios recién regados, o en invierno en habitaciones, donde antes se habían retirado mesas y sillas, menos los trincheros, que pesaban mucho, más de uno salía con el escroto muy cabreado con las revolucionarias hormonas, y con la cara roja por la emoción del "restregamiento" corporal. Algunas tardes visitaban, los que podían, que solían ser pocos, un bar donde ponían de tapa unos deliciosos caracoles, junto a la droguería "Vicente Martínez". Allí uno de los camareros nos miraba de arriba abajo, y muy serio el tío preguntaba: "Qué van a tomar los señores"; lo de "señores" era con la retranca propia de la guasa que tenía aquél "garçon" de los cojones. Unas cañitas, y algún vasito de vino dulce, acompañados con la clásica tacita de caracoles picantones. Yo, que presumo de tener un estómago a prueba de "lo que le eche", no los volví a comer al enterarme que los caracoles eran gasterópodos, y como aquélla "palabrota" no la había escuchado en mi corta vida, dejé de frecuentar aquél bar, y cambié por "La Cabaña", una lechería-bollería, que había cerca de la Comandancia, donde noté que los bollos dulzones, pegados a un papel de estraza, y los suizos esponjosos, con su azuquita quemada encima, estaban más buenos que las babosas picantes con cáscaras.

Yo conocí a un herrero-carpintero muy guasón, que cada vez que trataba un trabajo de regateo, y tanteo, con algún cliente plasta, solía cogerse la barbilla con la mano derecha, mientras apoyaba el codo derecho sobre el revés de la mano izquierda, formándose una opinión que el otro no podía sacarlo de "sus trece". Si al cliente, que siempre solía ser un fronterizo, le parecía caro el trabajo, por ejemplo de 100 ptas. mi amigo le decía: "bueno pues entonces deme 125, y venga esta tarde a por ello". Entonces el cliente un poco mosca y dándose cuenta de que no "había tu-tía", y menos rebaja alguna con el viejo socarrón, se volvía de espalda, y se marchaba haciendo aspavientos con los brazos. Como eran trabajos de forja en el hierro, una vez que había llegado a un acuerdo con el precio, le decía al cliente: "Debe abonarme el 70% del trabajo". Algunos no entraban por ese "aro", pero hay que tener en cuenta que si no se le pedía algo anticipado, y al final el cliente se rajaba y no lo quería, el trabajo se le quedaba "colgado", y si "te he visto no me acuerdo".

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Juan J. Aranda

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