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El rincón de Aranda

Una excursión por las minas

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Aquél niño que vivía en la Alcazaba tenía la lengua trapajosa, rodeada de una cara churretosa y asustada. Mi madre, siempre que venía en busca del “Juaneles” -yo-, le endiñaba lo mismo que a mi: el clásico bollo de 1´10 ptas. con su hoyo lleno, de casi medio cuarto de aceite con azúcar, y el tazón de café con leche, ordeñada por Juan, el cabrero, que pasaba por la calle Castellón cada tarde;

que por cierto a todas sus cabras les tenía puesto un nombre de mujer, y a una le llamaba: “gaseosa”, por los pedos que soltaba, y quien verdaderamente los soltaba era él mismo: “¡Gaseosa, no seas marrana!”, gritaba. Mi madre decía que ese niño tenía la sonrisa de arroz con leche con su rodajita de limón, como su madre, muy amiga suya, que de joven -años 20-, estuvieron cosiendo en el taller de D. Agapito, en Castelar.

Para muchas personas evocar los tiempos de niñez, colegio, y juegos, les resultan caóticos en la memoria; a mí, sin consumir rabillos de pasas, me resulta fácil, y a veces hasta divertido. El truco lo tengo en ponerle a la memoria un gran cedazo, donde tamizo todo lo que me viene al caletre; algunas veces coloco la criba muy abierta para que se cuelen los menos agradables, y otras la más tupida para retener los más preciados, como el de aquélla vez que unos niños nos quedamos encerrados a oscuras, llorando y “cagaítos” de miedo, en la mina que existe cerca del fuerte de Victoria Grande, que desemboca en el frontón del Parque Lobera. Eramos cinco “andarríos”, de unos diez años: todos de Ataque Seco, Alcazaba y Castellón, excepto uno que vivía en C/ Marina.

Los partidos de fútbol, en el frontón, eran más bien cortos para nosotros, porque apenas llegaban los mayores, no los de quince años, sino de quinta cumplida y algún que otro polletón, que sin mediar palabras se ponían a pelotear y a dar zancadas, obligándonos a los chipulillas a buscar refugio en los laterales, y engancharnos a los palos colgados que habían en las paredes de las bandas. Los mas osados nos asomábamos a una de las dos bocas de mina, que olía a cueva húmeda, a meados y a mierda. Pero hubo un día en que no nos bastó con asomarnos a la puerta del “infierno”, donde encontró la muerte el famoso Cabo Alonso Martín, junto con doce desterrados el 9.01.1775, al intentar llevar ayuda a los sitiados de Victoria Grande y Victoria Chica, cuando Sidi Mohamed puso el famoso Sitio a la ciudad.

Poseíamos una suela de goma de una alpargata vieja, y un chavea de Castellón dijo que tenía una linterna en el bolsillo de su tabardo. Con el alambre de un paraguas roto, enganchado a una punta de la suela, encendida como una tea, fuimos en fila india y agarrados por la cintura, hasta que se agotó el “combustible”. Aquél que decía que tenía una linterna en el bolsillo, lloraba de miedo porque no tenía ni linterna ni nada que nos alumbrara, solo el pantalón mojado de la meada por el susto a la oscuridad, y su mano, que más bien era un garfio, asido a mi sahariana de paño azul de cuatro bolsillos, que me hizo mi madre, parecía que estaba cosida a ella: “Juaneles, no te muevas, ¡eh!”, me decía.

Imaginaros a cinco “intrépidos meones”, -uno se cagó-, llorando y sin saber donde estaba la salida de ese pasadizo, que solamente cabe una persona adulta agachada. Aunque existen otros pasadizos más amplios, aquél era angosto, sucio y además en la mas completa oscuridad. Hubo uno que, como una letanía, no paraba de rezar el “Dios te salve María”; a los demás se nos olvidó hasta el nombre de la madre que nos parió, del terror que sentíamos en el cuerpo.

Cuando los minutos se nos hicieron horas, vimos una potente luz, que se acercaba a nosotros y al que rezaba, no se le ocurre otra cosa que cantar: “Vamos niños al sagrario….!”, ¡tela!. Un sargento y un soldado, con un plano y una linterna gigantesca, fueron los que nos sacaron de aquél “infierno”, por la otra boca lateral del frontón. Allí no había ni banda de música, ni banderitas, ni aplausos; pero si que estaban unas madres y hermanas, llorosas, muy preocupadas, que no paraban de besuquear y acariciar a sus hijos ahumados, cagados y meados.

Yo no sentía esa alegría, porque me imaginaba la “cara B”, de la odisea; ya que madres, y alguna hermana mayor ejerciendo de “madrastrona”, a veces sabían todo lo que les ocurre a su hijo y hermano, la evidencia estaba clara, más bien renegrida. La que me parió, con besos y algún que otro suave pellizco, dió pié a que la “madrastrona”, en la tina del patio, en pelotas y con el escroto encogido, me refregara con estropajo y jabón durante un buen rato, hasta que se me quitó todo el olor infecto y nauseabundo de la mina; y además era invierno, ¡ah!, y no me resfrié. Aquél niño que dijo que llevaba una linterna, D. Cristóbal, nuestro maestro, al enterarse de la “hazaña”, le dijo que fuimos unos orates muy estultos, y el muy majara, creyendo que nos había hecho un cumplido, en el recreo, muy ufano decía: “¡Soy un orate y un estulto!”, y tan contento, el tío gilipollas; pero cuando mi padre me dijo lo que significaban las dichosas palabritas comprendí que lo que hicimos fué una verdadera travesura muy peligrosa.

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