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Carta del editor

Miré los muros de la patria mía, y no me gustó nada lo que vi

melillahoy.cibeles.net fotos 1696 pagina 3

En esas dos ridículas sesiones de investidura, las del 31 de agosto y el 2 de septiembre, se comprobó que si la por algunos de los nuevos políticos llamada casta era, en general, mala, la nueva, la que se autotitula "del cambio", es aún peor. Si se atienen a lo que dicen, habría efectivamente un cambio en España, pero un cambio a la venezolana, un retroceso al pasado más negro de las tiranías comunistas, a lo peor de los populismos, un horror. "Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados", así empieza uno de los más conocidos sonetos del gran Francisco de Quevedo, "Todas las cosas son aviso de muerte", compuesto de catorce versos endecasílabos (los dos primeros, los antes citados) de rima en consonante. Un soneto que responde a la mentalidad que se implantó en España en el siglo XVII, una época en la que triunfó la poesía barroca, un tiempo de crisis, pesimismo, desengaño, con conciencia de la tal crisis, con la corrupción reinando.

España, "la patria mía", antes era grande, una patria poderosa. En el siglo XVII la decadencia se nota y Quevedo, cuyo pensamiento se adelantó a la sociedad de su tiempo, lo describe magistralmente. Y lo curioso es que eso de "miré los muros de la patria nueva, si un tiempo fuertes hoy desmoronados", viene hoy, siglo XXI, cuatrocientos años después, muy a cuento. España sigue siendo un gran país, pero, por citar un sólo ejemplo, lo que ha ocurrido y lo que se ha visto en el Congreso de los diputados -de los llamados padres de la patria mía, nuestra- con lo de las dos jornadas de investidura dedicadas a la nada, en vez de a la elección de un gobierno, es desalentador y da pie a todo tipo de pesimismo sobre nuestro futuro, si seguimos con estos representantes públicos, algunos de los cuales son evidentemente indignos de representar nada en un gran país como el nuestro.

En esas dos ridículas sesiones de investidura, las del 31 de agosto y el 2 de septiembre, se comprobó que si la por algunos de los nuevos políticos llamada casta era, en general, mala, la nueva, la que se autotitula "del cambio", es aún peor. Si se atienen a lo que dicen, habría efectivamente un cambio en España, pero un cambio a la venezolana, un retroceso al pasado más negro de las tiranías comunistas, a lo peor de los populismos, un horror.

Sirva, a modo de ejemplo, que Pablo Iglesias -que llamaba incorrectamente a Rajoy una y otra vez señor Mariano Rajoy, en vez de Señor Rajoy o Don Mariano Rajoy, como se dice en español- utilizó para Albert Rivera el que debe de considerar el peor de los insultos: Sr. Ibex 35. El Ibex está formado por las 35 mayores empresas españolas que cotizan en Bolsa. De las empresas del Ibex son pequeños accionistas millones de españoles, que depositan allí parte de sus ahorros trabajosamente logrados. En esas 35 empresas trabajan muchos miles de españoles. Para cualquier persona normal es una garantía que su país tenga grandes empresas y, además, los empresarios españoles, grandes, medianos y pequeños, no formamos ningún club de élite, somos personas que trabajamos muy duro y que encontramos constantemente escollos ante una burocracia y fiscalidad cada vez más onerosa, con el agravante de que las cotizaciones a la Seguridad Social española son extraordinariamente altas (28,3%, contra el 16-20% de Alemania, Francia, Suecia o Bélgica) y que en una nómina típica de España, las cotizaciones a cargo de la empresa son más del 50% del total.

En el fondo de todo esto está el que los españoles consideran como su primer gran problema: el paro. Los populistas proponen, como solución, más empleo público y lo que se ha hecho en España, excepto en los últimos años del gobierno presidido por Rajoy, es acudir al Estado, en vez de al mercado, para crear empleo, con los decepcionantes resultados que ya padecimos y seguimos padeciendo. Un problema de intervencionismo no se soluciona con más intervencionismo, es lo que nos dicen todos los expertos en economía y, sobre todo, lo que nos indica el sentido común, pero eso no entra en las soluciones mágicas de problemas complejos, que son, además de imposibles, la base de los programas que los del "progreso", los populistas e independentistas, nos proponen.

Claro que es todavía peor que los que apliquen esas políticas de intervencionismo público no sean comunistas/populistas, sino políticos de derechas o de centro-derecha. Ese es el caso de nuestra Melilla, en la que lo público es casi todo e interviene constantemente en la vida de los ciudadanos. Es cierto que la actual situación tiene orígenes históricos antiguos, desde cuando Melilla era una ciudad militar, un gran campamento base para mantener el Protectorado español en el Rif, y que cuesta mucho cambiar las mentalidades, los hábitos, la sensación de la necesidad de seguir subvencionados, que sigue predominando en nuestra ciudad. Pero no es menos cierto que las circunstancias, el mundo, nuestro entorno, han cambiado mucho y que no se puede sobrevivir eternamente sobre ideas antiguas y bases ya inadecuadas cuando no claramente inexistentes.

Melilla tiene, como el resto de España pero en tono aún más dramático, un grave problema de alto paro, mezclado con la falta de previsiones positivas de solucionar el problema. El problema se ha intentado, y se sigue intentando, solucionar con más intervencionismo, más planes de empleo, más enchufes, pero, como decía antes, un problema de intervencionismo no se soluciona con más intervencionismo y, si se sigue actuando como se está haciendo, el paro en Melilla -agravado con la vuelta a la ciudad de personas que trabajaban fuera, en el extranjero, y que ahora, con la crisis, han vuelto, más una natalidad desbocada en el colectivo rifeño melillense- seguirá creciendo y la situación se convertirá en insostenible. No hay más solución que atraer inversiones, a base de facilitar trámites burocráticos, reducir impuestos, embridar inspecciones atosigantes (y casi siempre a los mismos), pagar -desde la administración pública- a los proveedores, privatizar todo lo privatizable, especialmente en los muchos servicios públicos, como en las instalaciones deportivas de las que hablaba yo en una Carta anterior, en los que se desperdician enormes cantidades de dinero público que podría, y debería, ser empleado en otras actividades productivas, entre las que, desde luego, no se halla (por mucho que lo pidan los sindicatos, las Ongs, etc) el incremento del número de empleados públicos melillenses, que ya son demasiados para tan poca población productiva como hay en Melilla.
¿Tiene futuro económico -sin economía no hay futuro- Melilla? En mi opinión sí, pero actuando, empezando por la Ciudad Autónoma y sus órganos de gobierno, como antes indicaba. Si no se hace así, Melilla no tiene futuro y es bueno que los melillenses, de todas las etnias, se vayan concienciando sobre esa posibilidad y que los ciudadanos locales, habitualmente pasivos, se conviertan en activos para lograr el cambio imprescindible (y posible). Me gustaría exclamar un día: miré los muros de la Melilla mía y me gustó mucho lo que vi.

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